De monjes, instituciones y fé

 

Raúl Rossetti

Que "la letra mata al espíritu" es algo que sabían los hinduístas y el genial Unamuno también. Además, por lo que me toca ver, con la"institución" casi siempre sucede lo mismo. A Cristo, para encontrar el espíritu de pobreza, de lealtad y generosidad, le gustaba andar más por los lupanares que frecuentar los templos, ya que en aquellos resplandecía como un bálsamo el cristianismo, con su inédita teoría - y vivencia - del perdón y el amor.
La institución, al igual que las ideas "que nacen buenas y envejecen feroces", al poco tiempo termina corrompida por el fatal ingrediente de hipocresía, necesario para su sostén y desarrollo. Miremos alrededor, hojeemos algo de historia, y no le demos más vuelta al asunto: observemos las almas roídas y humilladas por las primeras saludables intenciones... los rostros descompuestos de odio tratando de defender lo indefendible (lo humanamente, hélas, indefendible, ay).

En lo que a mí respecta, ese mismo alto espíritu de los Evangelios lo había encontrado en varios monasterios de la India, entre los budistas de Nepal y Tailandia y entre los pobres de los países musulmanes, ayudado por lecturas de sufismo, vidas de santos y vivencias de gente anónima, generalmente marginales, de lo que yo llamo "metafísicamente marginal" - también para definirme. ¿Montaigne es quien decía "si buscas la sabiduría huye del Senado?". Porque el descubrimiento y la fascinación de aquellos pueblos de Oriente, radica justamente en que, al igual que las biografías de los místicos, pensamiento y acción son una sola cosa; no existe ese divorcio escandalosamente abismal de los occidentales entre intelecto por un lado y vida por el otro. La integridad no es más que eso - y no hay nada más maravilloso en este mundo que el encuentro de almas, de almas íntegras, de gestos o respuestas, aunque sean fugaces, de seres humanos enteros, donde el semejante se juega por ese "L'homme est plus que l'homme" (El hombre es más que el hombre, como sabía Pascal).
Cuando ese conocimiento vivenciado, aunque sea alguna vez, no es introyectado de un modo total y convierte en ridículo y abyecto cualquier otro objetivo, entonces, se vuelve en contra nuestro, y luego en contra de los demás, y luego de toda una corrupta sociedad que deambula perdida en busca de lo que vio y ya no puede encontrar y se desespera y se flagela y flagela a los demás porque esa luz vislumbrada alguna vez es ahora pura chatarra artificial... y alrededor, pura tiniebla...

El caso, es que después de haber pasado varias veces unos días de retiro en el monasterio trapense de Azul, durante muchos años, al poco tiempo de publicado mi último libro, Los Mandatos Ocultos, me rechazaron la visita. Yo sé que los monjes, como dice un amigo mío, no leen, sólo escuchan y comentan, llevan una vida sencilla de trabajo y oración. Pero la sencillez, muy pocas veces tiene que ver con la sabiduría y sí generalmente, con la ignorancia. Los monjes obedecen, para salvar la institución, y se privan de conocer o asomarse realmente a las personas. Lo mismo que, no tan llamativamente, sucedió con la revista católica Criterio, donde durante varios años fui publicando artículos que publicaba además en otras revistas nada católicas. Negaron olímpicamente mi libro donde hay, si cuento bien, unas 15 páginas de las 130 en donde se habla del amor entre hombres... ¡Oh, oh, anatema... de eso no se habla! ¡Y menos se lo publica con una tapa en donde hay dos hombres bailando... y, oh mi Dios, ellos son negros! ¡Vaya atrevimiento! ¡Horror! Claro, ellos salvan la institución que debe ser purificada de esos amores extraños. Y esa obediencia les impide "ver" al hombre - y tampoco leerlo, por supuesto. El papa Benedictus - el mismo que bendice al mayor genocida actual que masacra desde hace años, todos los días, a niños, mujeres y civiles indefensos por pura e innata rapiña y codicia material - es quien ordena ocultar los amores extraños: hay que acatar, entonces, esa decisión benedicta, así esto vaya en contra de nuestros principios y nuestro amor a la literatura. Mientras lo sucio se haga debajo de la sotana y entre-muros, hablemos de la paz y el amor sobre la tierra ¡Como si de algo extraño hubiese alguna vez manifestado Jesús en materia de amor!
La sociedad occidental actual, y por supuesto la Iglesia, sigue siendo profundamente homofóbica, a pesar del consumismo progresista llamado "libertad sexual", tenue máscara del consumismo todopoderoso, que no logra disipar lo que David Bergman invoca: "el varón homosexual tiene que sentir el peso de su diferencia de otra manera que lo diferencia de la alienación general de la sociedad porque el homosexual tiene que sentirse blanco de la paranoia homofóbica de los heterosexuales". En otras palabras, no sólo están privados de modelos que reflejan su identidad a medida que van creciendo, sino que se les recuerda incesantemente su condición de extraños odiados y repelentes a través de los continuos mensajes homofóbicos directos o indirectos que les hace llegar la cultura mayoritaria. Ni qué hablar de la tonalidad que esto adquiere en América Latina, con su lastre de machismo, violencia y esquemas despreciativos y mecanismos abusivos.
La primera novela por estas tierras donde se aborda sin escamoteos este tema tan antiguo como la vida, fue recién en 1964, cuando su valiente autor, Renato Pellegrini, publicó la maravillosa Asfalto, censurada inmediatamente, por supuesto, y condenado Pellegrini a tres meses de prisión. Hasta entonces, enormes autores, que también eran homosexuales – Abelardo Arias, Mujica Láinez, Oscar Hermes Villordo, José Bianco, Juan José Hernández - tuvieron que esconder el tema – más que nada por temor a la censura de los popes literarios machistas locales, (esos a quienes Pellegrini ni siquiera tuvo en cuenta cuando su imperiosa necesidad de sinceramiento lo convocó para escribir su genial novela) - actualmente son prácticamente olvidados, sin Premio Cervantes ni grandes laureles, (designados, por supuesto, algunas veces justa y otras muy injustamente, a autores normales). Otra bellísima novela que aborda sin tapujos el tema, publicada después de Asfalto por un autor más joven que los nombrados, ya fallecido, fue La Plaza de los Lirios, de José María Borghello, total y absolutamente olvidado. Yendo algo más lejos, pero en latitudes más civilizadas, hasta Shakespeare, quizá el más grande de toda la literatura, en su magistral Falstaff se vio obligado a ocultar – no muy bien – el tema, sin hablar de sus geniales Sonetos. Y aquí estoy tentado de copiar una página que el socarrón de Pellegrini cita en su novela. Dice:… “La lista empezaba con los héroes. Aquiles (homosexual activo). Patroclo (homosexual pasivo). Julio César (homosexual pasivo). Alejandro Magno (homosexual activo). Tiberio (pervertido sexual atacado de pedofilia). Calígula
(homosexual pasivo). Heliogábalo (homosexual pasivo congénito). Nerón (homosexual activo y neurópata). Y así proseguían títulos varios: Romanos, Griegos, Reyes, Sultanes, Escritores Alemanes, Escritores Franceses, Escritores Italianos, Escultores, Músicos, Pintores. Los nombres que atrajeron más mi atención: Virgilio, Scipión, Platón, de quien acotaban que era activo y pasivo simultáneamente, Sócrates, Fidias, Enrique III de Francia, Federico el Grande, de Prusia, Enrique IV, de Castilla, Goethe, Rousseau, Verlaine, Rimbaud, Cavafis, T.E. Lawrence, Foster, Proust, Oscar Wilde, André Gide,Jean Genet, Carlos Coccioli, Tennessee Williams, Vicente Alexandre, Lorca”…
En el prólogo que Abelardo Arias hizo para Asfalto en 1964 cuenta lo siguiente: “Hay algo que me dijo Roger Peyrefitte la última vez que estuve con él en Paris. Me dijo: “Cuando publiqué Las Amistades Particulares, Francois Mauriac, el eminente novelista católico, me dijo, entre elogios que me tocaron vivamente, que en literatura “no hay temas prohibidos”. Por mi parte – continúa Peyrefitte – no concibo la literatura sin “temas prohibidos”, y créame que siempre los encontraré. ¿Y bien, es esto el escándalo, la inmoralidad? No, porque yo trato esos temas prohibidos como moralista. De cada uno de mis libros se desprende una moral que, evidentemente, no es la moral común, la moral vulgar y sobre todo la moral de los hipócritas, porque son éstos los que siempre hablan de moral. Es, según yo creo, y no soy el único en creerlo, la verdadera moral de la que hablaba Pascal, esto es: la moral que se burla de la moral”.
La excelente novela de Pellegrini fue publicada otra vez hace poco, y para probar que el prejuicio homofóbico existe inalterable, habría que resaltar lo que el anciano autor dijo en la presentación hace unos meses: “Claro, se vuelve a editar porque había sido prohibida, de lo contrario nadie se acordaría de ella”. En efecto, el consumo vio un maravilloso negocio en la “libertad sexual”, y si los progres y prestigiosos intelectuales pampeanos ven una evolución humana o espiritual en que ya no se encarcele a los diferentes ni se los censure, los prejuicios continúan totalmente inalterables. Sus obras, como verdaderas obras de arte son diferentes y por lo tanto no tienen el mismo status y consideración que la mayoría: interesan menos (comercialmente hablando, claro, lo único que importa) y son condenadas al olvido.
Y bien, aquí surge entonces la pregunta: ¿qué tenía yo que hacer con el cristianismo, si sabía que, habiendo sido
originariamente orientado a la renuncia, se iría luego a traicionar como una religión conquistadora? Y bien, la religión siempre me tentó porque no hay pensamiento realmente importante o profundo que no llegue a abordar los problemas religiosos de la fe, del bien y del mal. Quienes no se hayan asomado – y destrozado algunas veces – por esos temas, están como amputados o incompletos, siempre les faltará algo. Un verdadero cristiano como fue León Bloy, donde vida y obra fueron una misma cosa – tal es el caso de Simone Weil también – tuvieron y siguen teniendo hasta ahora problemas de aceptación con una Iglesia que no puede reconocer la magnitud de sus críticas por la inserción en el terrenal mundo del poder y el consecuente alejamiento de los Evangelios. Por supuesto que muy lejos estoy de oponerme y desconocer al estamento de la Iglesia que reúne a millones de fieles que sí creen en los milagros de la Virgen y de los santos, cuya fe es un bálsamo reconfortante para las penurias y los abusos materiales a los que son sometidos cotidianamente, que encuentran una purificación en todo aquello que trasciende el caos sin rumbo de lo meramente gratificante y material. Pero la fe incondicional es algo muy difícil de concebir para mí, hélas, como la impostura de rituales destinados a mantener las certezas: yo debo dudar y construirme en el vaivén de esa contradicción… mientras tanto, las máscaras deberán ir derritiéndose, triturándose, aniquilándose, la única manera de saber que el universo no es un fracaso, porque existe una imaginación que crea el absoluto en la música de Bach, en la lectura del Dante, en las novelas de Dostoievski o de Conrad; en la reflexión de algún mendigo, analfabeto, y de todos aquellos que pagan con sus vidas y las viven exactamente como las sienten – sin acomodaticios atenuantes; ni prestigiosas y bellas muletas, sobre todo… Ya que mi verdadero respeto y admiración nunca los encontraré entre los que forman parte de ninguna institución religiosa, pero sí en ese exceso que es la mística, esa verdadera sabiduría de quienes no forman parte de nada, esos no realizados que pasan por el mundo sin la deliberada necesidad de dejar algún rastro, ni siquiera de escribir una sola palabra.

Buenos Aires, junio de 2008

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Apostilla al artículo "De Monjes..."

“Je sais oú nous allons, Said, et pourquoi nous y
allons. Ce n’est pas pour aller quelque part, mais afin que
ceux qui nous y envoient restent tranquilles, sur un rivage
tranquille. »

Jean Genet
Les Paravents

(« Yo sé donde estamos yendo, Said, y porqué vamos
hacia allí. No es para ir a algún lado, sino para que
aquellos que nos envían se queden tranquilos, sobre
una ribera tranquila”)

Jean Genet
Los Biombos

De las reacciones recibidas pasado un mes desde aquella publicación (no muchas, pero suficientes opiniones, creo yo) me gustaría responder o aclarar las siguientes:

1) No es privativo de la literatura homosexual el hecho de que los libros no se publiquen o permanezcan en tinieblas. Por supuesto que no, yo sólo y simplemente me estaba refiriendo a esa literatura que en occidente, por cuestiones culturales y religiosas, necesitó enmascararse para poder ser aceptada por la cultura mayoritaria. Y tampoco, claro, que esa literatura deba ser siempre sinónimo de calidad: lo que hay es llanamente literatura o mediocridad, independientemente de los temas tratados.
Hay muchas otras expresiones literarias que no encajan ni son aceptadas por los cánones mercantilistas y ruidosos del momento, que deben permanecer al margen, como cristalinos e invisibles ríos subterráneos: influyendo, modificando, cambiando pero casi de un modo invisible, casi de un modo desterrado… casi inaudible. Esto es, por supuesto, infinitamente más luminoso, valioso y eficaz.
2) ¿Que la libertad sexual es un progreso del cual deberíamos sentirnos orgullosos? Eso sí que es una brutal estupidez. El único progreso que yo veo es el material, es la tiranía del consumo, donde todo, y por supuesto la super- taquillera libertad sexual antes que nada, reina con absoluta placidez y altanería. Los prejuicios, que mucho tienen que ver y mucho se originan, justamente, con la subordinación y acatamiento ciego a las imposiciones del consumo, en Occidente por lo menos – o de cualquier otra imposición aceptada - permanecen inalterables y listos para manifestarse ni bien tengan la ocasión. Y eso es así porque la libertad, también la sexual - que es parte de la total para decirlo jocosamente – es hermana siamesa de la verdad, por lo menos desde que el mundo es mundo (y desde que el relativismo cultural no pudo ser un narcótico letal urbi et orbi) y se deberá buscar y se encontrará, entonces, solamente al margen.
3) Que ya no existan las hogueras para las minorías, lejos estamos allí de un triunfo sobre la originaria frustración, generalmente sexual y siempre sensitiva, generadora del prejuicio: que necesita, para alimentarse y sobrevivir, la abdicación y el debilitamiento de una mayoría incapaz de buscar donde debe realmente buscar, es decir, en la total soledad y sufrimiento. Que es donde – generalmente pero no siempre - está la liberación y el conocimiento. Pero entonces, donde no hay que sufrir - ni siquiera pensar, ni siquiera tener la ilusión de libertad porque la única ilusión es la de conseguir, cambiar, adquirir – es ingresando en el omnipresente ejército de las almas muertas, el de los zombis ciber- dirigidos y digitalmente consumidos e insípidamente gratificados… allí donde es cierto que no hay hogueras, pero tampoco hay fuego… no hay nada… El tentador infierno sin fuego que supimos conseguir.
4) Claro que hasta las tribus nómades necesitaron ordenar el caos de la comunidad del hombre y sus instintos depredadores, de ese hombre “que nació maldito, como con una falencia” diría Cioran. Del mismo modo que entonces, cual obsecuente teorema recurrente, siempre el Poder – inconmensurable como el del Estado, o infinitesimal como el del vecino que se compró un auto nuevo – terminará alimentando a la Vanidad y a su otra hermana gemela, la Envidia, despedazando aquel confiado y promisorio territorio de sosiego.
Si bien naturalmente, por una cuestión de instinto de sobre-vivencia, apoyamos y alentamos y deseamos que sean de piedra los castillos que fabricamos con arena, y bien, lógicamente, el primer viento terminará borrándolos de la faz de la tierra: pero el lógico fracaso no nos dará por vencidos, y seguiremos construyendo, ahora con cartón corrugado, plástico sintético, papel reciclado o con cualquier otra cosa dictada por nuestros invencibles sueños de perdurabilidad.
5) Así, entonces, vemos que todo lo que separa y la necesidad abrupta de que así sea, está ejercido por utopías malsanas y depredadoras, regidas siempre por la negación patológica del placer de la unión, de ese “religar” que no es más que el profundo sentimiento religioso, lo más lejos a lo que el hombre puede llegar, esa búsqueda de trascendencia que creyentes y no creyentes podemos llamar Dios. Allí, en ese camino hacia el Bien, naturalmente está inscripto el Arte, que llega a los más profundos abismos (pensemos, otra vez, en las novelas de Dostoievski, en Shakespeare, en Miguel Ángel, en Mozart, la lista es enorme). Y también, naturalmente inscriptos están los anónimos y marginales, claro, que desconocen y se encuentran a años luz de la ambición de poder porque viven sólo obsesionados por la comunión, silenciosamente, dedicando sus vidas a la prueba de sentimientos tales como justicia y lealtad: ellos son completamente invisibles para los intelectuales y para la filosofía, que construyen sistemas apoyados nada más que en la razón, sin que ésta sea parte de la experiencia cotidiana vital, (esa dignidad que tanto puede fascinarnos en los pueblos de Oriente) ya que la sabiduría no es otra cosa que el pensamiento ligado a la acción: pues la filosofía que no desemboca en sabiduría, está destinada a la depredación, al progresivo ciclo de exterminio de la especie humana – ¿condenada, todo indica, a su extinción?
Estos metafísicamente marginales, sujetos a las leyes sociales, acatan naturalmente sus convenciones pero se mantienen fieles a su íntimo ser. Una mezcla de civilidad e independencia respecto a las convenciones de un mundo que de una u otra forma los excluye, pero donde proyectan estoicamente sus propias singularidades por las que fueron excluidos.
Ellos son, además, los felices depositarios de esa única verdadera fortuna que Maeterlinck denominó “el tesoro de la humildad”. No son otros que aquellos imperceptibles “justos” - como escribía Borges al final de su vida - “que se ignoran y están salvando el mundo”.

R.R., Julio de 2008

 

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Raúl Rossetti
Nació en Cañada Rosquín, Provincia de Santa Fe, Argentina en 1945. Estudió Psicología, Letras y Teatro, participando en los años 70 con el Grupo Lobo en el mítico Teatro Di Tella. Viajó y residió en numerosos países, entre ellos Marruecos, lugar al que le gusta definir como su segunda patria: allí trabó una larga amistad con Paul Bowles, escritor norteamericano residente en Tánger. Su primer libro (De Gulle tijd - El tiempo pródigo) lo publicó en Amsterdam en 1988 en colaboración con Felicitas Casavalle y traducción de Robert Lemm. En Holanda fue jefe de redacción de la revista bilingüe Amsterdam Sur. En Argentina publicó Samsara (Editorial Legasa, 1989) y Túnez y otras orillas (Editorial Sudamericana, 1993). Colaboró en varias revistas literarias nacionales, tales como Proa, Lote, Encuentros, Criterio, Unicornio, Tokonoma y en otras europeas. Inédito permanece su libro de ensayos Salir del Laberinto; en la actualidad -y por algún tiempo más- trabaja en sus memorias.