Raul Rossetti

Fragmentos inéditos de sus Memorias


Todo eso sucediendo como último acto, la caída del telón de una pésima pieza en donde la confusión, el vampirismo, tu gata Muphin, la posesión, la soledad, Billie Holliday, confraternizaron dichosamente.
Era el único pasajero del vagón del subway, el último recorrido de esos viajes casi cotidianos. Partir es morir demasiado. Y en New York, más todavía. Muchas ganas de gritar o de llorar, también por lo que vendría, quizá también por lo que fue.

En Buenos Aires, la música de fondo sería "Cry me a river, cry me a river, I cried a river over you,”, David. Sin embargo, en la cama fue mejor que nunca: su cuerpo perfecto, sus piernas, su piel, su olor y nada más. Ninguna búsqueda neurótica que nos entristeciera. David se estaba yendo inmutable a la vida que le ordenaron vivir. Yo rechazaba ese conformismo, y no lo cuestionaba. Todo lo que empecé a estudiar eufóricamente -Psicología, Letras, Teatro-, todo aquello lo fui dejando con idéntica euforia.

Mi padre, desde muy chico, me repetía que hubiera sido mejor haber tenido a cualquier otro hijo antes que a mí (sin que por eso lo haya sentido un ogro, no: cuando andaba por los once o doce años aprendí que papá era una buena persona y que todos sus desplantes correspondían más a " la víctima chupada por la maquinaria" que a su pobre corazón)

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En ésa, mi borrosa infancia, ¿cuál era mi rebelión? Llorar todas las noches, todas. En silencio, secretamente, mientras cuidaba muy bien que ni mi madre ni nadie se enterara de mi desgracia. Al contrario, durante el día afloraba no sé de dónde un chispeante sentido del humor. Jerry, me decían, (por Jerry Lewis y sus morisquetas).
¿Pero qué desgracia era ésa, qué borrosa –aunque por ello no menos real– desgracia era ésa?
Al fútbol siempre le tuve pavor. ¡Qué difícil escaparme de la pelota cuando mi padre y  todo el mundo se empeñaban en que jugase como cualquier varoncito del mundo! Esa prueba irrefutable, contundente, omnipotente, de masculinidad.
Lo que disfrutaba muchísimo era jugar a los policías en la cochería fúnebre de Caffaratti. Entre los ataúdes, las galeras y todos los atuendos, en un enorme galpón con techo de zinc, andamios de madera y algunas lauchas, corríamos, nos escondíamos, moríamos, volvíamos a correr. Había una peligrosa seducción en todo eso con mis dos  amigos. También solía asustar a mis primos con historias horribles hasta hacerlos llorar. O también me divertía  tirarle piedras a algún caballo atado a un árbol hasta hacerle romper las riendas y salir corriendo; después  me escondía detrás del ropero para que nadie se enterara quién había sido.
Pero ¡qué difícil evadirme de la pelota! Tenía que escabullirme a tiempo y
elaborar alguna mentira.

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Así, en ese polvoroso pueblito de llanura yo crecía distinto; una soledad interminable, esa obsesiva preocupación de mis padres y de todo el mundo para que hiciera lo que debía hacerse. ¡Cómo me gustaba provocar cualquier juego prohibido o quizás aberrante! Esos pesados veranos de Cañada, en donde, para refrescarnos, nos íbamos en bicicleta al campo y en los tanques de agua para las vacas, con olor a agua estancada y llenos de mosquitos, desnudábamos pudorosamente nuestros cuerpos masturbándonos unos con otros. Y en cualquier otro juego en el que aparentemente no había ninguna relación con eso, como los policías, la escondida, los piratas, las prendas, etc., yo, de alguna u otra manera, me las ingeniaba para provocarlo.
Por eso será que nunca me gustó el fútbol: allí no había manera de enca­jar mis condenadas fantasías. Además, era imposible que me gustase, ya que mi padre me exigía que me gustase.
Por  eso   (y por muchas cosas más) abandoné Psicología, y luego Literatura y el Conservatorio de Arte Dramático que ya no aguantaba.
Hubiera podido llegar á ser popular, lo sé, pero a mí eso no me servía de nada. Con las mujeres ya era popular sin pronunciar palabra -y de poco me servía.

En el examen final, con Alicia debimos hacer el primer acto de Los de le Me­sa Diez, ante una mesa examinadora en la que figuraba, entre otras celebridades, nuestro ídolo Alfredo Alcón. Casi al final de la recitación, en me­dio de un meloso y absurdo diálogo, no pudimos contener la estridente y liberadora carcajada: asombro general, gran desconcierto… pero no desaprobación. Quizá una íntima y disimulada complicidad.
Fue Alicia quien, con esa carcajada disidente, me mostró todas mis torpes ambiciones fachoides -y las de los demás-. Alicia fue quién me llevó al Di Tella a ver al Grupo Lobo, con el que, como hipnotizado, traba­jaría más de un año en lo único realmente maravilloso y liberador que jamás haya hecho en un escenario.
Tiempo de Fregar  fue saliendo después de largos y cons­tantes ejercicios de improvisación y concentración, cambiando todas las noches de acuerdo con la participación obligada del público. Con el grupo empecé a fumar los primeros porros de marijuana y a olvidarme poco a poco de lo que había aprendido (porque todo lo falso  debía ser eliminado de raíz, si es que quería seguir adelante con algo de dignidad).
La crítica nos comparaba con el  Living Theater y fuimos todo un éxito en el mundillo  avant- garde de Buenos Aires.
También fue por Alicia que conocí a Alfredo.
Alicia: suerte de lazarillo guiando a un Tiresias agobiado por las tragedias mundanas, en busca de sus recónditos latidos.

La  primera vez que vi a Alfredo fue en un concierto. Tocaba el saxo como los dioses y, antes de hablarle una sola palabra, ya estaba perdidamente enamorado. La primera vez que hicimos el amor fue un milagro, y durante dos años -con algunas enloqueci­das interrupciones- cada vez que nos acostábamos repetíamos el prodigio con igual intensidad.
Nos dába­mos por entonces con bastante anfetamina (Instilaza) y tomamos los primeros trips  juntos. A mí me molestaba tanto como a él que su música -jazz tradicional, New Orleans- fuera tan poco comprendida.  Como cuando fuimos a ver a Ellington.

 Cuando el Duke salió todo el mundo ovacionaba, y el tipo que antes bostezaba corno un filostete ahora pedía gimiendo “Saint Louis Blues”. Y todo el mundo filosteteaba como loco cuando el viejo mago apareció con pantalón rojo y chaqueta azul, saludando con las manos y (piensa el  yo ubicado en el intestino delgado) con unas tremendas ganas de irse a dor­mir. Y hubo muchas cosas absolutly right, por supuesto, pero esa cantidad de hi­pérboles, mi Dios, que apoplegiaban todo corno en una cancha de fútbol o como en una buena pieza de teatro abyecta. Yo no sé si no intuyen siquiera (filostetes y pe­rennes) que todo ese respilgue anquilosado resbala cada vez más rápido, chillonamente, y que no hace falta usar a los obsesos morosos para desentumecer la alegría.
Entonces forcémonos a referirnos desnudos, hermano, para ol­vidarnos de una buena vez de los fonemas carraspeados y a no discernir más con los meandros. Caleidoscopeando los carismas es como se llega al cavernáculo. Es el im­prescindible gesto para no metamorfosearse ni en filostete ni en perenne. Seriamen­te: las coéfas se desperezan eructando entre los dos... y todos sabemos que de no­che, unicordemente, se reúnen cerca del mar para gnomatizar los crisoles.

Qué alegría, entonces, Alfredo y Alicia, cuando con ustedes descubrí que uno ya no es más el centro del universo, que se es profundamente, enraigadamente, sencillamente, una parte de él.

¿Cuántas veces, llenos de Instilaza, nos pasábamos noches y días enteros en la cama?
-¿Cómo fue lo del trabajo en el Castillo? -me pedía Alfredo.
-Ya voy, dejame volver un poco a ahora y luego va eso con lujo de detalles, mi querido (tres o cuatro páginas y estoy con vos).

No hay ni progreso ni retroceso en mi vida… Mi planeta es Venus, la estrella de la mañana de Quetzalcoatl. Y soy el quinto sol que predijeron los mayas, en contac­to directo con los sutiles símbolos azules: en realidad me molesta el progreso y sin embargo esta civilización ya no me molesta más: me siento protegido por mis ancestros esenciales, mis amigos actuales, los hijos de Quetzalcoatl y de Huitzilopochtli, con quienes, en espiral, nos definimos exactamente en lo indefinible.

 

Fragmentos de sus memorias enviados a Isabel Steinberg por  Raúl Rossetti para su corrección y publicación en Amsterdam Sur donde ejercía la jefatura de redacción