Jorge Pignataro

Crónicas personales

 

 

I- COLORES

Me acordé de la canción “El baúl de los recuerdos”, y de aquellos versos de Falco: “la vida es como un tropo compañeros, la vida gira como todo gira y tiene colores como los del cielo”. Después de años, muchos años atesorado en casa de mis padres, en una cajita de madera volvió a mis manos un puñado colorido de tarjetas infantiles. Las recibí de compañeros de clase y otros amigos invitándome a sus cumpleaños. Algunas son compradas, otras hechas por ellos mismos y sus familias, en cartulina o papel garbanzo amarillo y témpera. Muchos se festejaban en el Jardín, después en la Escuela (¡la 4!), otros en las mismas casas (recuerdo varios de Sebastián, 10 de octubre, en Varela 336) otros en el quincho del Remeros (los de Roberto sobre todo, los 8 de octubre), uno en Parque Harriague (de Carlitos Martínez). Tantos más… Está la de un bautismo también, de Ismael. Él era el que siempre, cuando iba a un cumpleaños, llevaba de regalo una pelota envuelta no en papel de regalo sino en hojas de revistas. Otro compañero me explicó una vez: “las que envuelven regalos son las madres y como la de Ismael ya murió, es el padre que envuelve y lo que tiene el padre son diarios viejos y revistas, no va a estar comprando papel de regalo”). Y capaz que sí porque, ahora que pienso, Ismael es el que cuando la tarde estaba calurosa y transpirábamos en los recreos, miraba el cielo y gritaba: “mamááááá hacé lloveeeer”. Frases inolvidables, verdaderamente inolvidables. Como el día que el Carlos se pasó todo el recreo llenándose los bolsillos de la túnica con espinas de un Palo Borracho de la Plaza Treinta y Tres, que cortaba minuciosamente con una trincheta: “se las llevo a mamá porque está enferma y creo que el doctor la mandó tomar té de espinas”, nos dijo. ¡Cómo olvidar esas frases! Pero si vuelvo a los cumpleaños infantiles a los que me invitaban, me viene enseguida a la mente un par de cosas: una es que no me gustaba ir, porque extrañaba, así de simple (“no extraño a mis padres, extraño mi casa y mis cosas”, le contesté enojado un día a una compañera en otra frase imposible de olvidar); la otra, es que casi siempre regalaba útiles escolares, sobre todo cajas de lápices de colores, de seis o de doce. Son colores que al recordarlos, junto con el colorido de estas tarjetitas, han empezado, lenta pero intensamente, a colorearme la memoria.

 

II- EL FIN DEL MUNDO

¿Nadie se ocupa de la muerte en esta plaza? ¿Nadie se preocupa del día que muramos todos y todavía quede aquí ese muro con propaganda política en blanco y celeste en la Casa de Wilson, aquellos ladrillos que se ven de un costado de la Jefatura, estos troncos petrificados en la esquina y esta escalinata? No; me explicaban que no. Que acá sólo se viene a jugar, a andar en bicicleta, a comer frankfurter o choripán y los mayores a tomar mate, algo así me explicaban. A nada más que eso decían que se iba a la plaza. Acá se viene a disfrutar, decía el abuelo y la abuela sacudía la cabeza sonriendo. Pero yo iba y me ponía a pensar en la muerte. Y no en la muerte mía ni en la de mis padres ni en la de mis abuelos siquiera. Yo pensaba en la muerte del mundo. El fin del mundo ganaba todo el espacio de mis pensamientos, cubría todo el ancho de mi imaginación cuando nos sentábamos a comer frankfurter en el murito de piedras frente a la Intendencia. Imaginaba que el mundo se terminaría y que cuando eso ocurriera todo iba a quedar así, en ese silencio oscuro. La ciudad como siempre, intacta, pero en profundo silencio y total desolación, eso imaginaba que sería terminarse el mundo. Miraba lejos, mientras comía frankfurter con mostaza fuerte, miraba lejos por Juan Carlos Gómez pasando Artigas, y era un verdadero pozo de sombras y silencio. Sentía que eso iba a ser el mundo cuando ya no existiera vida en el mundo. Así iba a quedarse todo, todo quieto, en silencio y penumbras. A veces pensaba en el día siguiente y me ponía más triste todavía, imaginaba otra vez el movimiento cotidiano de autos, de luz, de gente yendo apurada a trabajar y sentía que me dolía el pecho. Creo que más me entristecía saber que iba a ser lunes y había que volver a la escuela, empezar de nuevo sin que se hubiese terminado el mundo. Es que aquellas salidas a comer frankfurters en El Changuito (dice papá que es el primer carrito que hubo) eran siempre en nochecitas de domingo, cuando un domingo se moría y yo imaginaba cómo sería que se muriera el mundo.

 

III- CLAVEL DEL AIRE

Ayer, me atravesó la tarde un clavel del aire. Estaba caído en el suelo, en medio de una calle cercana al puerto. Pero no lo lastimé; pude esquivarlo, por suerte, y seguir. Pasé lento, mirándolo con una lentitud igual a la suya cuando se arrastró hasta mi memoria. En mi casa había un árbol de camelias. Recuerdo que las camelias se venían de golpe y en bandada, tanto que no daba tiempo de aprovecharlas a todas. La abuela llevaba algunas para floreros del living y otras al cementerio, pero muchas se perdían caídas en el patio. El árbol también regalaba claveles del aire y, una vez, un murciélago. El murciélago amaneció colgado de una rama, con una oreja apoyada en un pimpollo a punto de abrir. El rosado de las camelias era el mismo de las canciones de amor y junto al de las flores de la Antigonia, la enredadera que juntaba abejas y el abuelo podaba, forman en mis recuerdos una luz de color inagotable. Hoy en el cielo entraron todos los grises. Cabizbajos y de a uno cruzan pájaros, muy serios. Tristes parecen los insectos, las flores, el aire. Pero empieza de pronto a brillar un resplandor muy alto, como una línea de luz que cruza de sur a norte. Debe ser el resplandor de aquel rosado, que se confunde con la amplia sonrisa de los abuelos.

 

IV- ANDA UNA MÚSICA EN EL PUERTO

Allí en el puerto murió el Beto. Vivió y murió cantando allí en el puerto. Por eso, de aquel Ceibo deberían colgar notas musicales o sonrisas en lugar de flores rojas. Notas que llegaran hasta el río o sonrisas que bajaran lentamente y se dispusieran en ronda sobre el pasto, apenas movidas por un acorde de guitarra. Es uno de los Ceibos de la Plaza 1º de Mayo; el que está en la esquina suroeste, en la punta, contra el muro de piedras y ladrillos que sirve de balcón esquinero sobre la curva que lleva al muelle de alta creciente (ese que de niños llamábamos “puente cerrado” o “túnel del puerto”). El Ceibo está viejo y tiene el tronco repleto de iniciales y nombres tallados, lisas tiene las ramas de trepar niños. Al Beto lo mató un infarto una tardecita de noviembre, mientras cantaba bajo el Ceibo. Todos los días cantaba en el puerto. Y siempre algunos compañeros más se le acercaban y formaban ronda para escucharlo. Tomaban mate, a veces vino, fumaban. El Beto cantaba y tocaba la guitarra. Eran veladas interminables. Muchos días no lo rodeaba nadie, sobre todo en invierno, y el Beto cantaba igualmente solo, desde la media tarde hasta la madrugada. (Juan Carlos, el arquitecto, siempre cuenta que una vez subió al techo de una casa en construcción y sufrió una descarga eléctrica que duró unos segundos, tiempo suficiente para que pensara: nunca imaginé que me iba a morir así. Simón volcó en una ruta cerca de Florida y mientras el auto daba vueltas vio la escena en que lo encontraban muerto en la banquina). Los segundos previos a que muriera el Beto (o segundo en los que ya estaba muerto tal vez), miró la explanada del puerto y le pareció tan inmensa que se sintió cansado. Vio más cerca la muerte que las dos grandes grúas que tenía enfrente, a no más de cien metros. Giró hacia la izquierda y vio entre las ramas de otro Ceibo, como si formaran un marco, la cara del Cero Pelo pintada en un muro del túnel. Recorrió la dársena con la mirada y al fijarse otra vez en el río ya oscureciéndose, se acordó de un vendedor callejero de nombre Marquitos que vendía en calle Uruguay, que se ahogó en la desembocadura del San Antonio y lo sacaron en Corralitos. Y si bien Marquitos pasó por allí, ya sumergido, muerto, él lo vio pasar en la vespita verde, sobre la superficie del agua, sonriente y saludando. Después miró una lancha y pensó en Don Demetrio. Miró una chalana vieja y sintió frío. Por último, alcanzó a ver la sonrisa de los que aquella tardecita formaban la ronda para escucharlo, pero notó que cada uno miraba para un lugar distinto, como si no atendieran a nada, distraído cada uno en algo propio. Escuchó un murmullo extraño y lejano, un murmullo muy lejano entreverado con el golpe del agua en la orilla. Pero, aunque tenía la sensación que seguía cantando, no se volvió a escuchar la voz, su propio canto, ni los acordes de la guitarra.

 

V- SUEÑO

No soy el mismo. Algo me cambió desde el sueño lleno de magia y fascinación de la siesta de hoy. Me parece que llovía. Al menos la calle estaba mojada. Yo era niño, creo. Al menos me recuerdo como indefenso, débil, desprotegido. Recorría el tramo de una cuadra y media, por calle Brasil, desde mi casa hasta la Panadería Yo-Yo. Al pasar frente a la casa del Jefe de Policía me salieron a hacer fiesta tres perros, los tres eran amables pero de aspecto raro, de razas poco comunes y muy distintas entre sí. Estaban con una niña que jugaba con ellos. En la panadería me atendió una mujer de la que sólo recuerdo que era flaca y alta, y usaba delantal a cuadros. El rostro se me vuelve completamente difuso. También me acuerdo que me habló del pronóstico del tiempo, que escuchó en la radio que se esperaba mucha lluvia. Le dije que yo no sabía, que no había escuchado nada. Yo sólo pensaba qué agradable era tocar el muro áspero y gris de la panadería, el que daba hacia Brasil, siempre tibio, porque allí se recostaban los hornos. El diálogo se daba mientras ella ponía en una bolsita de nailon transparente las cinco tortas fritas que yo le había pedido. Recuerdo que eran tortas fritas no muy grandes, rectangulares y con bastante azúcar, como las que hacía mamá. Me acerqué a la caja a pagar. La misma mujer era quien cobraba. Son quince pesos, me dijo. A eso lo recuerdo clarísimo. También que le pagué con mil pesos, con un billete de mil pesos de los de ahora. Es que los sueños suelen mezclar tiempos y valores. Yo era el único cliente en ese momento. Pero…Puedo decir que todo lo que conté hasta acá es totalmente prescindible quizás, hasta olvidable tal vez. Lo mágico y fascinante empezó cuando me di vuelta para irme. Sucede que de pronto, como surgida de la nada, había una fila de seis o siete personas que esperaban ser atendidas. Y entre ellas, el abuelo. Mi abuelo de siempre: lentes de carey gruesos y camisa clara por adentro de un pantalón gris perla con la cintura bien alta. Tres cosas más recuerdo que observé: que el pantalón estaba por adentro de unas botas de goma negras, que la hebilla del cinto tenía el diseño de un martillo (símbolo del Rematador) con su nombre, y que había dejado en la esquina el Peugeot gris y techo negro, medio atravesado por la calle República Argentina. Hola, le dije con voz muy baja y quise seguir. Pero él me detuvo, me dio varios besos en las dos mejillas y me abrazaba fuerte, muy fuerte. Todos miraban y sonreían. Creo que yo pensaba que lo vería unos minutos después en casa. Creo que él sabía que yo estaba por despertar de un sueño.

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JORGE PIGNATARO.
Nació en 1982 en Salto (Uruguay), ciudad en la que reside. Es periodista en Radio Libertadores y Diario El Pueblo. Publicó los libros de poemas "Poblar el aire" (2003) y "Más azul que los peces" (2007). Además, ha participado en libros colectivos y antologías.