Rafael López Vilas
Noctambulismo
Son las tres y cuatro minutos de la madrugada de un domingo. La ciudad ha echado el cierre hace horas. Duerme. La habitación está en silencio. La casa es un agujero negro por el que desaparecen los acontecimientos del día. Las conversaciones caen en el olvido. El cerebro selecciona editoriales que la memoria escribirá algún día. Mi mujer duerme en el dormitorio, al otro lado del pasillo. Voy a escribir. Hay papel sobre la mesa. Tinta. La grabadora. El corazón del reloj marca cada segundo de esclavitud con latidos automáticos. Estoy despierto. El gusano del tiempo sigue su curso inexorable. Parece invierno, pero las prostitutas siguen peinando la calle entre barrenderos y asesinos. El techo de la habitación es una lengua de baba, espesa y negra, profanada por los faros de los coches. Pare-ce invierno, y oigo el tañido de la lluvia repicando en el asfalto, el rodar de los neumáticos evacuando tirabuzones de agua sobe un océano de baches. Las farolas se adormecen desnudas. Sin alma. Sin amor. El silencio se amortaja en el cementerio. Edifica eternidades que duran un suspiro. La muerte es un asco, pero, los muertos no tienen preocupaciones. No pagan facturas ni utilizan la escobilla del váter. El amanecer se vislumbra en la distancia de las horas. Por las mañanas rescato versos de entre los posos del café y contemplo con desgana el despertar de esta ciudadmoribunda. El sentido sólo es una percepción. Pero es lo que tengo. Todavía es de noche. María duerme arropada de pesadillas y sueños. El papel sigue ahí. La tinta. La grabadora. La noche pasa. La vida pasa. Parece invierno. Las sombras sueñan. Mis ojos mueren. Y no pasa nada.
LOS GRANDES RELATOS NO LOS HE ESCRITO YO
La verdad es que no conozco a nadie que haya escrito un gran relato. Ni siquiera a alguien que haya escrito un buen relato o a alguien que haya escrito un relato solamente decente. A veces la esperanza te dice que tu mejor frase todavía está por llegar. Puede ser. Pero también es posible que tu mejor camisa penda sola en la oscuridad del armario. Intrascendente. Olvidada. Como un cadáver sin rostro que nadie reclama. O quizá no vengan jamás. La mayoría de los escritores se pasan los días esperando a las musas. Eligiendo cuidadosamente la palabra acertada en su cerebro-diccionario. Amasándolas. Fraguándolas. Deconstruyéndolas. Proyectando la arquitectura definitiva de la gran novela de nuestro tiempo. Por las mañanas contemplo la muerte en el espejo. El rostro de un condenado. La estupidez de un reloj de arena tragándose mi tiempo. Supongo que supones que mis palabras son la sombra de mi alma. Está bien, no te culpo. Suele pasar. Un relato de mierda, un alma de mierda. Está claro el axioma, ¿no? Pero, ¿sabes? Lo cierto no siempre es lo más adecuado. A menudo la verdad es sólo un espacio inservible ocupado en un cajón. No creas en todo lo que te dicen. Mientras tanto, escribo estos relatos sucios. Estas frases sucias sobre hombres mediocres. Sobre mí. Sobre ti. Verdades. Los grandes relatos no los he escrito yo. Nunca salgo a buscar flores. Saco la basura a medianoche. Tiro de la cisterna si meo y me lavo las manos. Solamente espero. Sin grandes anhelos. Sin esperanzas. Ni la piedad de las mentiras. No lo sé. Quizá vengan las palabras sin hacer nada. Entretanto, el tiempo pasa. Solamente pasa. Y a veces escribo, y otras, me quedo junto a la ventana. Viendo el cementerio. Escarbando el infinito. Olvidándome de nada.
LA POSIBILIDAD DE UN ENCUENTRO
[2]
Desde aquella mañana, Julio Cortázar pensó varias veces en escribir a su nuevo amigo, pero nunca llegaría a hacerlo. Sí recordó una anécdota de la vida del poeta chileno afincado en el D.F. mexicano que le contara durante su viaje hasta Madrid y que a Cortázar, le sugirió la idea para un cuento. Le iba bien, le confesara modestamente el chileno. Libros, recitales, colaboraciones en revistas. La vida en los últimos dos años, comenzara a funcionar, y su supervivencia parecía acomodarse sobre los pilares de la tranquilidad. Mucho mejor que antes, cuando el poeta chileno tenía que dedicarse a boxear para ganarse la vida. Por aquel entonces vivía en los Estados Unidos. Chicago, Denver, Nueva York. La vida había sido dura allí, quizá más todavía que subirse al ring y molerse a palos con un completo desconocido, aunque, por otro lado, confesaba el expúgil y ahora poeta (también ex-acomodador en un cine y ex-camarero), no podía dejar de reconocer que, en cierto modo, ahora que adquiriera cierta perspectiva, había resultado una experiencia estimulante sin la cual, admitió, no sería la persona que viajaba ahora en aquel tren. Es de sobra conocido que Cortázar sentía cierta clase de fascinación por el boxeo. No por la violencia, o no propia ni principalmente por la violencia, sino por el ambiente pugilístico, su heroísmo desesperado, la oscura sombra de la muerte escondida bajo una toalla que no termina de caer en el interior del cuadrilátero. Su carrera como luchador, según le confesó el poeta chileno sin amargura, había sido desastrosa, y contaba la mayoría de los combates disputados por derrotas. Le habló de algunas peleas, de algunos rivales que recordaba, el más impresionante de todos, dijo el poeta sin dudarlo, un negro cuya estampa conservaba en su memoria llamado Lou Morgan, y a quien, a pesar de haber estado a punto, no consiguió vencer. Aquel tipo y él se golpearan sin piedad durante ocho largos asaltos. A Lou Morgan parecía no importarle encajar los golpes. Lo mandó tres veces a la lona. Morgan a él, dos, pero en la última no pudo levantarse. No era bueno, admitió el exboxeador chileno refiriéndose a sí mismo, sonriendo y bebiendo de un vaso de whisky con hielo que ambos escritores compartieron en el bar del vagón restaurante. Aun así, remató el poeta chileno, A ninguno le resultó nada fácil noquearme. A Julio Cortázar le había gustado aquella historia e, inconscientemente, ya desde el principio, es decir, desde el final del relato de aquella historia, pensó en escribirla. Ya de vuelta en su casa de París, una mañana Cortázar tomó algunas notas para un cuento que hablaría sobre ello, aunque al final no llegó a terminar de escribirlo y lo guardó en un cajón para, quizá, terminar o reescribir la historia de aquel magullado púgil más adelante.
Aunque Cortázar no llegó a escribirle, en cambio, sí se encargó personalmente de enviarle un ejemplar dedicado de su nouvelle El Perseguidor, así como una primera edición del libro de Jean Cocteau, Opio: diario de una desintoxicación, publicada por la editorial Felmar (Cortázar recordaba que su nuevo amigo sabía hablar casi perfectamente inglés gracias a su singladura norteamericana, pero que sus conocimientos de francés se limitaban a un puñado de frases de supervivencia elemental), que el poeta chileno, nada más recibirlo, devoró esa misma noche antes de caer dormido en un destartalado sillón de orejas. La dedicatoria de El Perseguidor, escrita del puño y letra de Julio Cortázar mientras escuchaba I ain´t go nobody interpretada por Earl Hines, rezaba lo siguiente:
Amigo mío, es mi deseo que el fuego de su imaginación no se apague nunca. Si le fallan las rodillas, atícelo con este humilde libro mío que le envío. Suyo siempre, Julio Cortázar. Tras recibir el paquete con los libros que su amigo argentino y también escritor le enviara a su diminuto apartamento de la colonia Mitxoac, el poeta chileno mecanografió una larga carta de agradecimiento que, al terminar, guardó en el interior de un sobre que dejó sobre su escritorio. A la mañana siguiente, el chileno se levantó en cuanto sonó la alarma del reloj-despertador y siguiendo su rutina matinal, se arrastró hasta el cuarto de baño y tomó una ducha de agua templada. Tras vestirse, caminó hasta la entrada de su apartamento y recogió su ejemplar correspondiente del Excélsior del felpudo, antes de ingresar en la cocina y prepararse el desayuno. Luego se sentó a desayunar y desplegó el periódico elevando sus páginas peligrosamente sobre la humeante taza de café. Mientras sorbía su café, el poeta ojeaba las noticias sin un interés particular. A punto se encontraba de cerrar y doblar el periódico por la mitad, cuando el titular de una noticia casi consiguió descabalgarlo de la silla y tirarlo al suelo. Un profundo escalofrío lo sacudió de arriba abajo. Acaba de leer el anuncio de la muerte del, decían textualmente, genial escritor argentino Julio Cortázar. Sobre su escritorio, se hallaba la carta que el poeta chileno iba a enviarle esa misma mañana. La carta dentro de un sobre. Cortázar, dentro de una caja, pensó lúgubremente el poeta, desolado. Dos años más tarde, el poeta chileno regresó a París por segunda vez, esta vez para vivir, quién sabe por cuánto tiempo, y alejarse, tal vez de un modo definitivo, del movimiento literario cuyos integrantes bautizaran como Realismo Visceral, que en aquellos años pasara casi desapercibido entre el oficialismo de las letras mexicanas. Nada más dejó sus cosas en el apartamento que un amigo, igual de argentino que lo era Cortázar, y al que el poeta chileno conociera en Luanda durante un reciente viaje a África, alquiló para él en la Rue Durantin, en Montmartre, el poeta chileno tomó un autobús hasta el cementerio de Montparnasse donde visitó la tumba que Julio Cortázar compartía con su mujer, Carol Dunlop, la última de las tres con las que el escritor, independientemente o no de su genialidad, contrajera matrimonio, y sobre cuya lápida depositó un ejemplar del libro de poemas que la editorial Gallimard acababa de editarle al poeta chileno, y en cuya primera página escribió la siguiente dedicatoria que la lluvia borraría durante ese mismo atardecer de invierno: La luz brillará para siempre en la yerma oscuridad de esta tierra. Durante el tiempo en que el poeta chileno escribía esta dedicatoria, en la radio del autobús que lo llevara desde el distrito de Montmartre al de Montparnasse, sonaba I´m a fool to want you de Dexter Gordon. El poeta chileno, cuyo pasaporte certificaba que se llamaba Arturo Belano, sintió cómo algo se rompía en su interior mientras tras las sucias ventanillas del autobús, París corría a su alrededor.
Rafael López Vilas
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