Viaje a la nada de mi padreJuan Tajes
Martes 13 de mayo. Día insólito para emprender un viaje no deseado al encuentro de una situación inevitable, el adiós al padre y el dejar de ser hijo, categoría a la que pertenezco hace cincuenta años. La incertidumbre de confrontar la muerte, la separación definitiva. Saber que alguien ya no estará más en su lugar, no se sentará en su silla ni leerá el diario apoyado en el codo izquierdo con la colilla entre los dedos o se observará rutinario en el espejo o apagará la radio. La desagradable certeza de que iniciaremos rituales desconocidos y no celebraremos más los cumpleaños. Mientras tanto lo absurdo de ocupar un incómodo asiento de avión y detenerse a apreciar el detalle de un ramo de flores frescas en el lavatorio, la sonrisa profesional y distante de la azafata, el vaso de wisky o el zumbido de los motores. En lugar de estar en mi casa, en Amsterdam, estudiando los textos para el estreno, cenando con Arie, zapeando en el televisor o pateando a mi gata. Pero el padre, la fuerza del padre, la razón del padre me llaman desde el otro hemisferio y en unas horas se derrumba el castillo de arena que creíamos fortaleza inexpugnable de la verdad absoluta. Todo esto le pasa a un ser humano a pesar de sus preferencias, propósitos, elecciones, adversiones. Todo esto nos sucede a la vez y nos confirma la entidad humana de la soledad individual; incompatible e indivisible; realidad física y geográfica del que está solo en su condición espiritual de solitario. Con la excepción de los que desean vivir rodeados de gente... que los deje vivir en paz; saber que están ahí, pero más lejos o menos presentes. Vuelvo a la memoria del padre. ¿Quién me enseñó los primeros misterios de la voz, el descubrimiento de las formas musicales?. En mi se mal forman voces de inverosímiles ancestros, antiguas melopeas donde se funden aires hispanos con melodías semitas, de un Asia Central, delimitada antes de la fantasía megaloerótica de Lawrence. La voz controlada y cálida del padre se suma a la emoción exaltada, a la pasión y al temperamento que se rompen en la garganta materna. La vida se plasma en un juego de formas y colores y la palabra se estructura en imágenes poéticas. En este país absurdo, más que país terruño, los ciudadanos son hechos cómplices de la ineficiencia social. No se debe explicar la ineficiencia, hay que combatirla. Cada vez que se apela a la explicación se suman cómplices a la mentira oficial. Incluidos los médicos y la sordidez de los hospitales. Mi presencia le da fuerzas pero no es panacea, es apenas un tónico. Lo presente es la decadencia física, la piel y los huesos, la mirada turbia, la llama vital que ilumina con más fuerza mientras se apaga. ¿Cómo explicar el restablecimiento repentino del padre a partir de la voluntad de vivir y del miedo a la muerte?.¿Cómo explicar la mirada angustiosa, controlando la válvula que permite gota a gota el paso del suero por la sonda, único alimento del casi esqueleto?.Si la gotita demora en caer los ojos la llaman, la respiración en suspenso; si cae demasiado deprisa, la angustia y el temor del síncope. A partir de que le detectaron y le trataron la micosis en la garganta, pudo alimentarse casi normalmente y prescindir del suero. De regreso a su casa, la que una vez fue también nuestra casa, y nunca fue mi casa, una vez en su propia cama, pudo dejarse ir en su cansancio para recuperar energías y malhumor. En los pocos momentos que mi hermana y yo estuvimos a su lado, hubo casi un intento de solemne intimidad; hizo gestos de que nos acercáramos, quería comunicarnos algo importante. Pensé que iba a confesarse, que por fin nos haría partícipes de su verdad. Pero fue una fórmula convencional o el gesto de la misma. En el decorado de una habitación de hospital es posible imaginar el subtexto, de haber sido un parlamento teatral, pero no era un decorado, eran la realidad y el mensaje. “Antes de abrir la puerta de calle hay que cerrar la ventana del dormitorio, por la corriente de aire, si no la puerta de en medio se golpea y se salta la pintura del marco. Y hay que retocarlo, para que no se note”. Era una orden, una instrucción para el futuro. Había regresado para ser él mismo. No debía notarse. Sobre la cama, desnudo y catéter, apenas un calzoncillo demasiado grande para su pobre humanidad. Bajo el vidrio de la mesa de luz, sufoto en atlético traje de baño, verano de 1940. En el cuarto vacío buscaba las miradas, dejaba deslizar los ojos sobre objetos que ya no recordaría y que iban perdiendo su funcionalidad. Entraba en ese estado del final de la vida llamado agonía. Después será la proximidad de la muerte y esas renovadas ansias de saber, que lo harían más curioso aún. No la abulia y el dejarse ir en esa difusa espera del final, pero la curiosidad del que siente acbársele el tiempo y a pesar, o sin pesar, seguir almacenando ideas e imágenes. ¿Para qué?. Para aprovechar de los últimos chispazos de lucidéz, tomar conciencia de lo que se deja. Y descansar. Regresé a Amsterdam sin haber utilizado la corbata negra que tenía preparada para el entierro. Vivió tres años más. No lo vi morir.
Juan Tajes Nació en Montevideo, Uruguay en 1946 |
