Cuentos

Fernando Silva

                                              

SIN DESTINO

En la rueda del fogón los paisanos contaban historias de cosas raras que alguna vez a alguien le había sucedido.

Así fue que Melchor, uno de los de más edad contó la historia del caminante.

Era un individuo de edad indefinida que siempre se lo veía cruzar bordeando el monte. Desde la loma donde estaba el casco parecía una enorme alfombra verde y al fondo una cinta plateada que resplandecía al sol. Quien alguna vez se había cruzado con él lo definía como una persona alta, de cuerpo musculoso por el trabajo rústico. Su ropa, raída por el uso, mostraba algunos jirones. Aparte ese aroma salvaje que se desprendía de su cuerpo demostraba que los baños no eran precisamente lo común. Caminaba rápido como si tuviera algo importante que hacer. No se le conocía medio de vida por lo que se especulaba que el contrabando era lo que le suministraba algunas monedas para su subsistencia.

 

La pregunta era dónde pasaba la noche. En verano no había mayor problema, pero en invierno, con esas heladas terribles que enfriaban incluso a los que tenían techo, la pasaría bastante mal sin algún resguardo.

 

Y ahí fue que comenzó su leyenda. Que tenía contacto con el lobizón, que alguna bruja lo cobijaba a cambio de placer. Cuando veían algún niño corriendo solo, sin que aparentemente tuviera un hogar, había que persignarse pues se estaba frente al producto de uno de esos contactos sexuales.

 

Un día lo dejaron de ver, pero en varias oportunidades el monte se callaba para permitir que se sintieran con más claridad, los pasos de alguien que andaba buscando algo que no podía encontrar. El paisaje era el mismo pero las matas de pasto se hundían bajo los pies de un caminante invisible.

 

EL MAMBORETA

 

Lucila no tenía una idea muy clara de cuándo había nacido ni dónde. Vivía en un rancho de adobe con techo de paja ubicado sobre una loma. Un pequeño bosque lo rodeaba dándole algo de sombra en los días de calor intenso.

 

Clotilde no era su madre. La habían abandonado en la puerta de su casa. La crió como una hija propia.

 

La niña fue creciendo teniendo a los pájaros e insectos que habitaban el lugar como sus amigos.

 

Varios recipientes ubicados estratégicamente eran llenados con agua para que las aves pudieran beber. Disfrutaba viendo a sus amigos bañándose en los charcos que se formaban luego de las lluvias

 

Pero entre todos el que ella más quería era un insecto: el mamboretá. En cuánto lo veía lo tomaba delicadamente entre sus dedos y le preguntaba:
-¿Dó’ta Dió, lindo?
El levantaba las patitas señalando el cielo. Ella se sonreía satisfecha y volvía a dejarlo en la misma rama donde lo había encontrado.

Pasaron los años. Lucila se quedó sola con sus recuerdos perdidos en el ignorado tiempo.

 

Se fabricó una pipa de madera toscamente tallada por ella con la que fumaba el naco que cada tanto alguien le cambiaba por agua.

 

Una mañana quiso levantarse, pero no pudo. Sus viejos huesos no le respondían.

 

De pronto sobre su almohada se posó él. ¿Sería el mismo? En su mente todo podía ser posible. Lo tomó delicadamente entre sus nudosos dedos y en un susurro le preguntó:

 

-Do’ta Dio, lindo?

Levantó sus patitas al cielo. Ella sonrió. Su mirada se perdió en el espacio y se durmió…tranquila.

 

 

EL GUITARRERO

 

El viejo Andrade recorría el campo con sus únicos bienes, su caballo y una guitarra que llevaba dentro de una sencilla bolsa de arpillera a su espalda. Ropa muy humilde gastada por el tiempo, un poncho que le servía de abrigo y una especie de sandalias de cuero que le mantenían los dedos y el talón al aire. Su chambergo hacía ocultar algo el rostro curtido por los terribles soles veraniegos y de las tremendas heladas invernales. Daba la impresión de la persona a quien la primavera nunca le había llegado. Todo él no condecía con lo que era su cuidado caballo cuyos aperos relucían y eran la envidia de la paisanada del lugar.

 

Concurría con asiduidad a la pulpería “El totoral”, centro de reunión obligada de la gente del pago, la que contaba con una buena pista para la taba, causante en muchos casos de problemas que terminaban con algún muerto en un duelo criollo.

 

Pero al viejo guitarrero no le interesaba este tipo de actividad. Cuando llegaba, se ubicaba en el extremo del mostrador, pedía una ginebra que bebía lentamente; echaba su chambergo a la espalda. Su cabeza descubierta dejaba ver un cabello ralo, entrecano, distinto a sus cejas espesas más oscuras y su descuidada barba casi blanca.

 

Era en ese momento que desenfundaba su guitarra y comenzaba a rasgar algún estilo y con su voz áspera y algo desafinada igual que su instrumento, cantaba. No siempre se entendía con claridad la letra, pero para quienes lo escuchaban estaba “muy bueno”.

 

Durante muchos años la presencia de Andrade fue común en la pulpería hasta que un día a fines del otoño llegó con un aspecto que no era el común el él. Estaba triste, entregado, parecía que la vida lo había traicionado.

 

Se ubicó en el lugar de siempre, pero no pidió nada para beber. Desenfundó su guitarra y comenzó a tocar una milonga. Nunca lo había hecho antes. Con su voz cascada y triste comenzó a cantarla. Cuando llegó a la última estrofa sus ojos estaban brillantes por las lágrimas.

 

“Toda la vida he cantado
con el alma estremecida
que el canto es la vieja herida
de un sentimiento sagrado.
A nadie tengo a mi lado
porque no busco piedad
desprecio la caridad
por la vergüenza que encierra
soy como el león de las sierras
vivo y muero en soledad”*

Finalizó el canto, enfundó su guitarra y lentamente se retiró de la pulpería. La paisanada lo observaba mientras montaba su caballo, se acomodaba su chambergo y partía al trote.

 

Su figura se fue perdiendo en la noche. Nunca más lo volvieron a ver. Algunos decían que esa había sido su despedida. Quizás presentía que su vida lo abandonaba.

 

Lo que sí se sabe, es que de vez en cuando entre las sierras que rodean el lugar, la naturaleza enmudece, los pájaros callan para escuchar con más atención una guitarra desafinada que acompaña una voz cascada sobre amores perdidos, en un triste.

 

* Fragmento de “Milonga del Solitario” de Atahualpa Yupanqui.


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Fernando Silva

Nació en Salto, Uruguay, estudió en el Colegio Sagrada Familia y en el IPOLL (Instituto Politécnico Osimani y Llerena. Concursó y obtuvo su puesto en el BROU (Bco. de la Rpca. Oriental del Uruguay) donde realizó su carrera de la que se jubiló hace unos años.

Hijo de Profesores y perteneciente a una familia de referentes culturales salteños, tuvo trato frecuente con Enrique Amorim, Leandro y Adolfo Silva Delgado, Esther Haedo de Amorim y naturalmente, con su madre Berta Silva Delgado de Silva, quien reunía en su casa del Balneario Las Flores a prestigiosos artistas e intelectuales como el pintor Carmelo de Arzadun, el musicólogo Casto Canel y su esposa Queta Espínola, hermana del gran Paco quien supo concurrir a alguna tertulia, José Pedro Díaz, Amanda Berenguer, Jesualdo Sosa entre otros, lo que le permitió desde su infancia beber en las fuentes de estos creadores. Ha realizado y actualmente concurre a los Talleres que imparte el multipremiado escritor uruguayo Rafael Courtoise.

Ha publicado “Los Pasos y sus Ecos (cuentos, 2013) Integra las Antologías: Letras Americanas, Volumen II  (2013) y  Letras Americanas Volumen III (2014)

Participó desde el 2009 a la fecha, en los Encuentros Internacionales de las Dos Orillas, evento anual que se realiza en Punta del Este y en el 1er., 2do. y 3er. Congreso de Literatura que se realizan  junto al Encuentro. Ha sido integrante de varias Mesas de Lectura en ésos y otros eventos como los Programas de Verano “Soltando Amarras” en Punta del Este y en la Feria del Libro de Maldonado donde presentara su libro.

Su cuento: “El sustituto” obtuvo la Primera Mención en el Concurso de Relatos cortos de AUDE (Asociación Uruguaya de Escritores) diciembre, 2014.

I n d i c e