Cuentos

Jorge Pignataro

 

 

Un camino rojo

 

Era casi mediodía cuando el muchacho entró y preguntó por el dueño del bar.

Llamaba la atención la flacura, la ropa muy sucia y grandísima, como si no fuera suya, y la dificultad con que hablaba, con una respiración ruidosa, como si le faltara el aire, ahogado.

- Ya viene, anda por ahí adentro, le dijo Jacinto, que acababa de romper una botella contra el suelo y con un pedazo grande de vidrio empezaba a cortarle el pelo al Indio Pérez, prácticamente su único cliente, siempre borracho como él, con quien compartía casi todo el día en una mesita redonda, jugando al ajedrez y tomando grappa. Jacinto tenía instalada su peluquería en un rincón del bar, contra el ventanal.

- Quería pedirle para dejar esta bolsa aquí, un rato nomás, mientras hago unos mandados, explicó el muchacho.

- Sí, déjela por ahí, gritó Leopoldo desde adentro.

Pero la noche ya estaba avanzada y la bolsa seguía tirada en el suelo. Y en el bar siempre había más noche aún, porque tenía una luz amarilla miserable.

La bolsa era de nailon negro, atada arriba con una cinta fina. De pronto Jacinto se quedó mirándola y dijo se mueve, esa cosa se mueve, se va arrastrando. Los demás se reían y Leopoldo bromeaba a esta hora para vos todo se mueve y se ve doble, ¡con lo que tomaste!.

Es cierto, la bolsa se arrastra dijo el Indio Pérez, debe ser el viento.

Pero Jacinto, que estaba inmóvil y con los ojos saltados, fijos en la bolsa de nailon, se acercó y la abrió. Saltó de adentro un perro que realmente impresionaba: era de color marrón claro y casi no tenía forma de nada; la cabeza enorme con relación al tamaño del cuerpo, bastante menudo; y los ojos rojos, muy rojos, brillantes, llenos de sangre; tenía una de las patas delanteras más larga que las otras y quebrada en tres o cuatro partes; de la boca le manaba una baba espesa y abundante que en muy poco rato cubrió buena parte del piso.

Leopoldo ya no habló. Tosió un par de veces, se llevó las manos al pecho y cayó muerto, o murió unos minutos después en el medio de aquel charco de baba.
El Indio Pérez salió corriendo, tropezó en el escalón del frente y dio con la nariz en el filo del marco de la puerta, sangraba mucho, pero se levantó y siguió corriendo, fue dejando un camino rojo.

Jacinto temblaba, sentía un sudor frío y la mente se le vaciaba con una sensación de mareo muy distinto al habitual de la borrachera. Seguía parado fijo en el mismo lugar, pero después empezó a dar vueltas por todo el salón atrás de los ojos rojos que iban y venían de un rincón a otro. El perro se le escapaba entre las sillas, saltaba al mostrador, a las mesas, olfateaba el cuerpo del hombre muerto. Era una bola de arena que se escabullía por todos lados. Por momentos, Jacinto se tiraba al suelo y creía atraparlo pero sólo agarraba y apretaba pedazos de vidrio que andaban por ahí tirados; las manos le sangraban, chorreaban sangre.

Pero al fin lo agarró. Al principio parecía que se le diluía entre los dedos como agua. Y de pronto se quedó manso, bien quieto en sus manos. Se miraron con ternura. El hombre se sentó, cansadísimo. El perro se dejaba acariciar. Seguían mirándose a los ojos. El hombre empezó a reírse, se reía muchísimo. Suavemente colocó al animal en la bolsa de nailon negro. Se quitó la ropa y se vistió con la del muerto, que estaba un poco más limpia aunque le quedaba algo grande.

Salió con la bolsa bajo el brazo, respiraba con dificultad, caminaba despacio, como sin fuerzas. Entró en un bar que estaba en la otra cuadra y con el último hilo de voz que le quedaba preguntó por el dueño.

 

 

 

Marinero

 

Varios meses después de haberlo perdido, varios meses después que Lucrecia lo abandonara culpándolo de todo, tuvo deseos o quizás necesidad de repasar la historia de Pablito. Lo primero fue tomar aquel diario que guardaba sobre el ropero: “El niño jugaba solo, al anochecer, en zona no habilitada para baño y perdió pie…”. Le pareció en ese momento sentir más rabia que dolor. Dejó de leer. En todo caso le dolió la frialdad de esas palabras. Sabía que su hijo no jugaba, sino que estaba cumpliendo el sueño más querido: ser marinero. Pero sabía también que a eso nadie lo entendería.

Se habían mudado a esa casa cuando faltaba poco más de un mes para que llegara Pablito. Insistía Lucrecia con que el aire de la zona era excelente para sus últimos días de embarazo. Vivir en una casa rodeada de palmeras que con cualquier viento la acariciaban y con una gran ventana de frente al río, parecía la mayor satisfacción para el matrimonio, una felicidad que pronto el niño se encargaría de completar.

Por fin llegó el día en que fueron tres. Fue el tiempo que después Lucrecia reprocharía por siempre a su marido.

…Te pasabas horas y horas haciéndolo mirar el río mintiéndole historias de ciudades escondidas abajo del agua leyéndole esas aventuras estúpidas que había que sumergirse para encontrar las ciudades y todos los tesoros y conquistarlas y pelear con los piratas mintiéndole te acordás sí seguro que te acordás que había que ser un marinero valiente y qué sé yo y todavía regalarle un traje de marinero con sólo seis años nunca tendrás perdón y como si fuera poco todavía te burlás diciendo que debe andar por ahí o más allá cumpliendo su sueño…

Algo así le dijo aquella noche del incendio, cuando llegó a la casa a exigirle dinero, como siempre, y él se lo dio enseguida para que se fuera, para no escucharla. Todo lo que dijo Lucrecia esa vez le quedó ardiendo en la cabeza, como nunca. Y antes de ir hasta la ventana del frente y quedarse allí apoyado, como todos los días desde que murió Pablito, pensando, fumando largamente hasta ser una cosa inmóvil que echaba humo, inició el fuego en la parte posterior de la casa.

No demoró en escuchar, cada vez más fuerte, ese sonido propio del fuego cuando va comiendo todo lo que encuentra, parecido al de muchos papeles arrollándose y pequeñas explosiones, pero no quiso darse vuelta.

Seguía inmóvil y pensaba. Aquella tardecita estaban en plena construcción de barcos de cartón, en el frente de la casa. De pronto lo vio correr y sintió que no podría alcanzarlo, le gritó mil veces pero Pablito miró sonriente hacia atrás y corrió todavía con más entusiasmo, como si los gritos fueran de aliento para realizar una hazaña. El cuello enorme del traje de marinero y enseguida la cabeza se hundieron entre restos de botes abandonados y basura.

Mientras las llamas avanzaban a su espalda empecinadas en cumplir la orden de acabar con todo, él extendía una mirada que salteaba el río y se perdía del otro lado, en la otra orilla, otra ciudad, porque mirar esas aguas le dolía y quería explorar más allá.

 

 

 

Pájaros negros

 

Era sábado, poco después de las nueve de una mañana con mucha lluvia. Uno de esos días difíciles para andar en moto porque uno quiere apurarse y llegar antes, pero no es sólo uno sino dos y tres y todos los que quieren hacer lo mismo y además la calle está resbalosa y es peligroso. Así que yo venía despacio, con la cara un poco hacia abajo por el golpe del agua pero con la vista bien atenta. Cuando crucé la calle Florencio Sánchez no sé por qué me llegó cierta tristeza al ver la plaza tan mojada pero sobre todo tan gris y vacía. Una bandada de pájaros negros y grandes cruzó muy lenta hacia el lado del río, creo que esto lo recuerdo porque nunca había visto pájaros de un negro tan brillante y patas y alas tan largas.

Fue en ese momento que él estuvo ante mis ojos. Si hubiera querido pintar un cuadro con aquel paisaje no habría encontrado mejor elemento para ubicar en medio de esa plaza desolada y con lluvia que lo que vi en realidad: un viejito muy encorvado, de traje oscuro, corbata roja con nudo mal hecho y alpargatas, caminando con la ayuda imprescindible de dos bastones. Me detuve a mirarlo -valía la pena mojarme un poco más- y tuve la sensación extraña que viene cuando llegan como un bólido y en bandada los recuerdos y el corazón se hace notar a golpes bruscos.

Hacía tal vez dos o tres años que no lo veía y en esos días justamente había pensado en él. Lo recordé como mi viejo profesor del liceo, un profesor que todos quisimos mucho; hombre simpático, bueno y misterioso como nadie. “Con esa lentitud abajo del agua…hasta parece que disfruta”, pensé, y enseguida agregué a mi pensamiento este otro: “bien propio de él, no es artista porque sí nomás, también es artista porque tiene estas cosas...”. Creo que sonreí antes de seguir mi camino, con la alegría de haberlo visto y algo de dolor porque estuviera tan decaído.

Varios días después, mientras tomábamos cerveza en mi casa con algunos amigos, comenté lo del sábado. Puedo asegurar que en ese momento ellos sintieron lo mismo que había sentido yo cuando pasé por la plaza, porque también habían sido sus alumnos. Alfredo quedó pensando unos segundos, como distraído, y dijo “¡pero qué lo vas a ver!... si ya murió”. El living se llenó de duda y también de risa por lo raro de la situación, a la que no le faltó -pero quizás sólo en mi caso- algo de nerviosismo, que seguro se habrá notado porque enseguida Alicia agregó “bueno, no es para tanto, habrás visto un hombre parecido…”. “Yo no sé si murió -dijo Sol- aunque creo que alguna vez escuché que sí…siempre estaba por preguntarle a ustedes si sabían algo de él...”. “Bueno…en realidad yo no estoy muy seguro”, dijo Alfredo. Pero saltó Alicia y confirmó “sí, sí, yo sé que murió…”. “¿Cuándo?”, le dije. “Hace mucho…bueno, no, en realidad no sé”, dijo. “¿No sabés qué?, ¿si hace mucho o si murió?, insistí. Lo cierto es que la reunión terminó sin que el tema tuviera mayor resolución, quedó en eso, en la duda, en la nada.

Sus cuadros me gustaban bastante -me gustan, porque ellos sí que no murieron-, incluso en algún tiempo intenté pintar siguiendo su estilo. Además disfrutaba mucho cada vez que podía conversar con él, así que una tarde me decidí y fui hasta la casa. Pondría la excusa que andaba averiguando precios para comprarle algún cuadro. Tanto tiempo sin saber de él que en realidad fui a una casa en la que creía que viviría, si vivía, aunque me iba convenciendo que no podía estar muerto si, después de todo, lo había visto en la plaza, bajo la lluvia, hacía unos días.

Me atendió la hija y me dijo “no, él falleció el veintitrés, el otro viernes…”. Puse cara de circunstancia y pedí disculpas, conversé unos minutos, volví a pedir disculpas y me fui. El viernes veintitrés fue el día antes al que yo lo vi en la plaza. Si sería él u otro fue la duda que se me presentó entonces, al principio con fuerza, pero que fue diluyéndose poco a poco...

La hija también me dijo que en el momento del entierro y durante todo ese fin de semana estuvo el tiempo como a él le gustaba, con una lluvia permanente y un montón de pájaros que aparecían y desaparecían a cada momento, como jugando a las escondidas entre las puntas de los panteones y los árboles. “A papá le hubiera gustado porque eran pájaros rarísimos…”, me dijo. Y yo me fui antes de escuchar lo que ya sabía: que tenían alas y patas muy largas y plumas negrísimas, brillantes.

 


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Jorge Pignataro

Nació en 1982 en Salto (Uruguay), ciudad en la que reside. Es profesor de Literatura en Enseñanza Secundaria y Periodista cultural en Diario El Pueblo y Radio Libertadores de Salto. En el año 2003 publicó el libro de poemas Poblar el aire (Ed. Aldebarán, Salto). En 2004 se publican cuentos suyos en el libro colectivo Los nombres del cuento –el cuento salteño de hoy- (Ed. Aldebarán, Salto). Es autor, junto a Estela Rodríguez Lisasola, del libro Nomenclátor de Salto (Ed. Aldebarán, Salto). En 2007 publicó el libro de poemas Más azul que los peces (Ed. Aldebarán, Salto). Figura en el Diccionario de la Cultura Uruguaya, de Miguel Ángel Campodónico y en la antología Poesía del litoral (Ed. Aldebarán, Montevideo, 2007), elaborada por Leonardo Garet.

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