Rosy PaláuEL FAQUIRLa Margot es mi amiga y por eso le fui de decir que su papá había ganado de presidente. Me hubieran visto, tan feliz. Lo bueno es que uno se levanta como si nunca la fueran a visitar los muertos. La encontré por los tejabanes donde plancha la Socorro, bajo un chorro de sol que bajaba derechito por el hueco de una ceiba. Es cierto que me gusta esa casa. Desde que entras, sientes lo bonito. El piso brilla como si fuera de agua y al fondo en el corredor, flota un piano. Yo lo abro a veces para picarle una tecla. Ahí las paredes están llenas de santos, pero dice mi mamá que a ellos no les hacen falta, porque sin miedo hasta las sombras duermen perfumadas. En eso estaba yo pensando, cuando cogió los aretes que a mi siempre me habían gustado y dijo: No sé porque los perros se meten en lo más oscuro para luego ladrarle a lo clarito, pero allá iba yo, por la calle, escuchando el clin clin de mis aretes, respirando el olor de los eucaliptos. Me acordé que le gustaba enterrar las cosas. Igual que los vientos trozan las hojas y ya no las vuelven a poner, se llevó a la Margot. “No los veas”, me dije, pero aunque quisiera, se perdieron entre el gentío leyéndose en los ojos la letra de una canción. Estaban sirviendo los platos cuando se paró la música y lo presentaron de honor. Me asombró la importancia que guardaba aparte de la que ya traía. Casi no alcanzamos ni a voltear cuando parecido a que nos aventaran un rayo, nos prendimos y apagamos con las luces. Aquí, aunque les parezca exagerado, no les quiero echar mentiras. Sentí muchas ganas de que fuera mío. Apareció sobre el piano, con un sombrero de charol y echando chispas. Al rato yo hasta quería que me partieran en dos. Ya muy tarde se volvió a poner el baile y el Pragedes corrió a juntarse con la Margot. ¡En dónde vine a saber que lo bonito se pone feo, así como esos hielos derritiéndose en un charco muy negro! El ruido de la puerta me sonó a coraje, pero en la cama me dio por hablar con Dios. Las palabras se iban por un lado y yo por otro. Desde ese día los acompañé a todos lados. El único poder que me regaló mi mala suerte, es que no los dejaban ir si yo no iba. Los hubieran visto, se traían del brazo, muy despacito como si fueran a quebrarse. A la semana, yo ya no quería interrumpirle las ganas de comerse a la Margot y casi me levanto, cuando ella, hablándome muy suavecito me presumió: En cuanto la Margot lo enteró de la plática, el presidente en persona mandó hacer la caja. Al día siguiente colgaron los carteles. Muy bien que me acuerdo, porque esa misma noche le supliqué dormida. “No lo hagas Pragedes, te vas a asfixiar en ese empaque de vidrio”. Pero ni me contestó, ahí nomás de rodillas, en la iglesia borrosa, rezando para que no se le fuera a caer lo hombre y lo dejara Dios cobrar la promesa de la Margot. Entregarse todita al terminar la función. Desde la puerta escuché una música plagada de angelitos y sin hacer ruido me escondí en el pilar para no molestarlos con mi estorbo. Ahí estaban los dos, muy cerca, como si no les alcanzara el cojín para practicar la imnotización. Él con los ojos abiertos, ella tomándole el tiempo, guardando para luego los besos, como si le quisiera sembrar a puños el valor. Muchos ayudaron con el hoyo que ella mandó bajar, porque así era, bien hondo, para que no le pegara el sol. A mí me daba no se qué acercarme, nomás sentía el jalón. El mero día hubo tantos y tan alegres que el Pragedes ni volteó a ver que lo venían siguiendo los nubarrones. Yo me quedé detrás, pero en cuanto lo taparon, se soltó la tormenta. Hubieran visto a la Margot, agarró camino tan serenita como si nos quisiera poner el ejemplo de lo que había aprendido de él. Dicen que el destino del Pragedes ya venía con la importancia. Lo enterramos en la misma caja. Si vieran que bonita se veía cuando pasó flotando bajo los rayos de sol. Hoy el rosario es a las 12, por eso vengo, agachada, despacio, con los ojos aguados de tanto asomarme al hoyo que se quedó así hecho, para que no se nos olvide su recuerdo. Para que la prisa, total, ni que me estuvieran esperando.
LA LUZ Y LA SOMBRAYa les dije que trozaran ese palo, gritó el padre desde la cocina, vayan a levantar a ese muchacho. La Octaviana fue la primera en llegar. Lo encontró tirado, con los ojos blancos y de una cachetada le devolvió todo el aire que le habían sacado las ganas de cortar los arrayanes. Cuando le apareció la mirada pidió muy quedito: - Taviana, no le vayas a contar al niño Dios. Pero a Cristóbal sólo le quedó en el recuerdo, que se lo llevaron cargando, lo pusieron en un catre y lo untaron con aceite. Aunque nadie vio a la Octaviana prometerle en secreto, al cabo de un rato se dejó poner los zapatos, peinar con goma y de raya por un lado. Todos se encontraron con un extraño que parado bajo la luz, como bajo un chorro de inteligencia, saludó de buenos días y sin hacer ninguna pausa, agregó: - Quiero ver a Robin Od. A sus espaldas se transparentó la sombra de la Octaviana. Ayúdame Octaviana, no me dejes caer, no ves que está muy hondo. Ella dio media vuelta, caminó por el monte y sentándose en una piedra, esperó que los ruegos se desplomaran en el silencio. Un remolino de tierra se levantó a la distancia. Desde el pensamiento vino ella misma, andaba descalza y le secreteó en la oreja: “Huye Octaviana, bájate de la desgracia a la que te has subido”. Luego llegaron otros y le dijeron lo mismo. Fue como si la vida le pasara a retazos por enfrente. La despertó el zumbido de los insectos. Volvió para asegurarse. Se asomó a lo profundo. El agua le reflejó un cielo negro, seco de pájaros. ¿Falta mucho Taviana? Ya falta menos, en cuanto baje la lumbre del sol. Tras el vidrio de una canica, Cristóbal la siguió hasta el ropero. –Qué bonita te ves, le dijo, enfocándola con la bolita. El engaño es transparente, contestó la Octaviana descolgando el vestido del que salió un enjambre de palomillas. Esa tarde la luna los acompañó por las banquetas y los esperó en el techo del cine donde Cristóbal se entretuvo viendo las estrellas. Ella se metió en el bosque que ondulaba el viento en la pantalla. Tenía el pelo largo, enredado en trenzas. No le dieron miedo las flechas, atravesó a caballo la neblina y se dejó caer en el cielo de unos brazos. No se apagaron los grillos cuando encendieron la luz. La vieron abrir la puerta pero el ruido de los tacones tapó las voces que la llamaron. Caminaba por el portal como si se llamara Marián y la anduvieran persiguiendo unos besos. Se le hizo tarde dejándose tentar. El olor a musgo subía por las paredes de aquel abismo. Se lo imaginó atorado en el lodo, envuelto en las ramas de la humedad, mirando para arriba, buscándola en el último rayo que le aventó la luz. –Agárrame bien con un diablo, eres tan bruta, se había burlado. Ella lo vio inclinarse en la orilla de los ladrillos para desenredar el mecate. Entonces oyó: “Suéltalo Octaviana, enséñale tu voluntad”. Sólo abrió la mano, lo dejó caer, tan mansito, agarrándose a lo que pudo de la negrura. El ruido de las hojas se arrastró por debajo cuando cerró la puerta. La casa era como ella, mal decorada pero con muchos paisajes. Enrolló el bulto de ropa y lo metió bajo la silla. No quiso darle el valor de convertirse en el muerto que la venía a buscar. Se acomodó en el suelo. Aunque no cerró los ojos, de todas maneras se perdió en un mar de nubes grises. La mañana la encontró pegada junto al foco. Cristóbal se recostó en la cama, todo de negro de una sola pieza, con el traje de hombre invisible que le había hecho. Ella fingió no verlo. Se sentó a su lado tanteando el colchón. Tomó de la mesa el libro y lo abrió de un solo golpe por el medio. – Primero es lo primero, dijo, hallándole la cara. O sacamos al muerto, o nos quedamos de visita en la tragedia. Dijeron los hombres. - No ven que se le va a salir el alma por los ojos, contestaron las mujeres que la seguían como un vendaval que no la dejaba respirar. Los murmullos le llenaban las fuerzas para seguir el teatro. El olor de las velas le dio náuseas. Buscó la salida entre la fila de rezos. La noche aguardaba afuera y su silencio se recargó en la inmensidad. Al rato un grito la interrumpió. - Tú lo mataste, Octaviana. Me la vas a pagar. La Octaviana sintió lástima cuando la vio acercarse, porque ella ya andaba por dentro recogiendo sus cosas para irse, pero le respondió: Lo tapó con la sábana. El abanico revolvió las sombras. Salió de puntitas . La llevaba el cansancio. Aunque le daba miedo dormirse, el sueño la empujó en el catre. Cerró los ojos. Por encima le pasaron volando unos pájaros. Ven conmigo Octaviana, no me dejes aquí tan sólo en la meritita nada. Hace mucho que se me acabó la inocencia de merecerte. Además tú ya estás muerto. Estoy muerto para afuera pero no para adentro Octaviana. Mírame, soy el mismo que te llevó a conocer las ganas. La Octaviana se quedó muy quieta. –A dónde me quieres llevar. Preguntó. A la iglesia Octaviana, a que le digas a Dios lo que me hiciste. La encontraron en medio de la calle pidiendo perdón a unas gentes que trataban de regresarla a la casa. Nadie la vio tomar el camión. Por la ventanilla contó diez pueblos. –En el número once me bajo, dijo, y se bajó. La recibió el ruido de lo desconocido. - La tierra es tan buena que si tiras un cinco te da un árbol de monedas. Dijo alguien perdiéndose en un laberinto de palmeras que luego ella atravesó. Tocó en una casa. Cuando le abrieron se asomaron al fondo las claridades. Respondió a las preguntas con la seguridad de que sabía de todo. Sintió que la conocían desde hacía mucho y luego entró. El ruido de las hojas se arrastró por debajo cuando cerró la puerta. Cuéntame un cuento Taviana Desde esa noche pidió que la encerraran con llave. La escucharon ahogarse en el desespero. arañaba las paredes, golpeaba la puerta y discutía con un extraño que la hacía enojar. Pasaron muchos días, pero pronto, desde el pensamiento vino ella misma. Andaba descalza y le secreteó en la oreja: “perdónalo Octaviana, no lo dejes ahí enmarcado en el odio, cargando la tristeza”, luego vinieron otros y le dijeron lo mismo. Fue como si la vida le pasara a retazos por enfrente. Igual que una vez, se miró en el espejo, se arregló el pelo largo con dos trenzas y se dejó tentar por esos besos. El tiempo la miró por la ventana y como hacía mucho, el silencio, le colgó la luna en el tejabán.
Rosy Paláu Nació en la ciudad de Culiacán, Sinaloa. Mèxico (1956) Es miembro fundador del grupo “La cabaña”, editores, de la hoja literaria “Equus”, que se mantuvo en circulación por màs de 10 años. Tiene publicados los libros de poesìa: “Quizà el tiempo”, La cabaña editores 1985. “Territorio Indeciso” Universidad autónoma de Sinaloa 1990. “La clara sombra del silencio” Universidad de Guadalajara 1996. Estamos solos desde ayer. DIFOCUR-Ediciones sin nombre 2007. Y de cuentos: “La casa del arrayán”. El colegio de Sinaloa. 2005. “Las lunas de mi cielo” Compilación de cuento y poesía sobre la luna de autores clásicos y contemporáneos, de todo el mundo. Editorial La musa fea. (2013). Ha participado en antologías y revistas publicadas por diversas editoriales, nacionales e internacionales. |