Rosy Paláu

EL FAQUIR

    La Margot es mi amiga y por eso  le fui de decir que su papá había ganado de presidente. Me hubieran visto, tan feliz. Lo bueno es que uno se levanta como si nunca la fueran a visitar los muertos.

    La encontré por los tejabanes donde plancha la Socorro, bajo un chorro de sol que bajaba derechito por el hueco de una ceiba.
 -¿Ya? Preguntaba.
Todavía no  - le respondía ella - yo te aviso cuando te hagas de oro.

    Es cierto que me gusta esa casa. Desde que entras, sientes lo bonito. El piso brilla como si fuera de agua y al fondo en el corredor, flota un piano. Yo lo abro a veces para picarle una tecla.
    Aunque afuera el calor te apura de ardiendo, ahí dentro corre un aire fresco, de esos que anuncian la tormenta. Tiene muchos patios, según que con mil árboles cada uno. Eso cuenta la Socorro y también que son para que me pierda. Yo no le hago caso. La pobre, no tuvo hijos.
   De vez en cuando los lujos me dan envidia, pero rápido se me quita porque la Margot es muy buena. Aunque dicen que la bondad no tiene nada que ver con el destino, parece que con ella sí. Rara es.  Hasta creo que le gusta lo que no existe.
    Cuando me acerqué, levantó la cabeza y me dijo que ya sabía. Luego, para que no me sintiera mal, rápido preguntó otra vez
-         ¿ya ?
-          Que sí - le contestó la Socorro, tentando la plancha con el dedo mojado de saliva. Ya pasó el ratito.
    Roja como una braza, se sacudió la falda y haciéndome una seña me invitó a su cuarto. Yo me senté en la cama con ganas de quedarme para siempre en la blandura. Ella se siguió derecho hasta el espejo y se soltó la trenza güera, que al desparramarse, se hizo como el resplandor de esa Virgen a la que todos le tientan los pies antes de persignarse.

    Ahí las paredes están llenas de santos, pero dice mi mamá que a ellos  no les hacen falta, porque sin miedo hasta las sombras duermen perfumadas. En eso estaba yo pensando, cuando cogió los aretes que a mi siempre me habían gustado y  dijo:
-         ten, para la fiesta. Después caminó hasta el ropero y me regaló un vestido.
    La pobreza es como una cáscara que no deja que te vean por dentro,  por eso yo creo que no me notó la vergüenza.
       Quise  correr para arreglarme, pero me fui despacio, deteniéndome la prisa. Cuando salí, la luna era un columpio esperando la noche que no llegaba, hasta que por fin llego, apretada de estrellas, una por cada minuto que la había esperado  en la ventana.

    No sé porque los perros se meten en lo más oscuro para luego ladrarle a lo clarito, pero allá iba yo, por la calle, escuchando el clin clin de mis aretes, respirando el olor de los eucaliptos.
    La Margot estaba como si nada, pero a mi se me doblaron las piernas de que me vieran ahí con la hija del presidente. Todo relumbraba. La tina de los hielos se me figuró una vasija llena de brillantes.
 Me senté en una esquina, total, quién me iba a buscar. Además, desde ahí se veía tan bien que hasta oí:
      –Es el Pragedes.
 A mí el nombre me sonó a  conocido y como si después de atravesar un monte lleno de espinas, se me apareciera un río, me tropecé con él.

     Me acordé  que  le gustaba enterrar las cosas.
     Yo vi cuando después de la lluvia que abrió los hoyos, subió flotando  el santo que se robó de la iglesia. Que lo metió para taparle la salida al diablo, luego dijo.
     Esa misma tarde,  cruzó  mi banqueta con un velíz de fierro y de la mano de un pariente. ¡Qué iba yo a saber que los olvidos vuelven y ni se parecen a cuando uno los dejó, allá muy lejos!

    Igual que los vientos trozan las hojas y ya no las vuelven a poner, se llevó a la Margot. “No los veas”, me dije, pero aunque quisiera, se perdieron entre el gentío leyéndose en los ojos la letra de una canción. Estaban sirviendo los platos cuando se paró la música y lo presentaron de honor. Me asombró la  importancia que  guardaba aparte de la que ya traía. Casi no alcanzamos ni a voltear  cuando parecido a que nos aventaran un rayo, nos prendimos y apagamos con las luces.

    Aquí, aunque les parezca exagerado, no les quiero echar mentiras. Sentí muchas ganas de que fuera mío.  Apareció sobre el piano, con un sombrero de charol y echando chispas. Al rato yo hasta quería que me partieran  en dos.              Ya muy tarde se volvió a poner el baile y el Pragedes corrió  a juntarse con la Margot. ¡En dónde vine a saber que lo bonito se pone feo, así como esos hielos derritiéndose en un charco muy negro!

    El ruido de la puerta me sonó a coraje, pero en la cama me dio por hablar con Dios. Las palabras se iban por un lado y yo por otro.
    Luego amanecí en un cerro muy alto, forrado de muchas flores y sin camino para bajar. Allá, muy bien que los veía, estaban los dos, dándole una bolsa con bolitas blancas a la Socorro. Ella tan contenta que metía la mano, con las ganas de quedarse a gusto para comerse a sorbos los huevos de las gallinas. Yo gritaba:
-         Socorro, te están haciendo tonta, no los dejes ir - mientras se iban perdiendo como por una foto del paraíso.
     No sé que tanto miden los sueños, pero me quedé esperando a que vinieran. Luego,  me despertó el batir de los jamoncillos que hacemos para vender. Con el desvelo y ya me tenían llenando  charolas. Por más que me preguntaron, nunca pude explicar que la que estaba ahí, tan ocupada, era nomás una copia de la otra que andaba por dentro.
       A la hora de la cena la Socorro entró con el mandado de venir a buscarme.

   Desde ese día los acompañé a todos lados. El único poder que me regaló mi mala suerte, es que no los dejaban ir si yo no iba.  Los hubieran visto, se traían del brazo, muy despacito como si fueran a quebrarse.
   Y Allá iba yo, tan mansita de que me invitaran hasta el raspado, siendo que se me salía el alma y me quedaba el peso del puro cuerpo que también quería arrancar con él.

    A la semana, yo ya no quería interrumpirle las ganas de comerse a la Margot y casi me levanto, cuando ella, hablándome muy suavecito me presumió:
-         ¿Sabías que el Pragedes también es faquir?
No es que haya leído mucho, pero de un libro se me quedó esa página con todo y la ilustración y como jugando, le pregunté
-         ¿De los que duermen en clavos o de los que comen vidrio?
-         De los que se entierran - me contestó el Pragedes, sin imaginarse siquiera que había subido el telón de su propia tragedia. Pero como ya estábamos en eso de quedar bien se me ocurrió agregar:
-         ¿Verdad Margot que hace poco vino uno que se enterró tres días?
Ella se quedó pensando y sin acordarse, porque no era cierto, se le pintó una sonrisa que yo nomás había visto en las películas de miedo. Después movió la cabeza para decir que sí.
Al  Pragedes se le cuarteó la cara antes de competir.
 –Yo duro cuatro, luego dijo.

   En cuanto la Margot lo enteró de la plática, el presidente en persona mandó hacer la caja. Al día siguiente colgaron los carteles. Muy bien que me acuerdo, porque esa misma noche le supliqué dormida. “No lo hagas Pragedes, te vas a asfixiar en ese empaque de vidrio”. Pero ni me contestó, ahí nomás de rodillas, en la iglesia borrosa, rezando para que no se le fuera a caer lo hombre y lo dejara Dios cobrar la promesa de la Margot. Entregarse todita al terminar la función.

    Desde la puerta escuché una música  plagada de angelitos y sin hacer ruido  me escondí en el pilar para no molestarlos con mi estorbo. Ahí estaban los dos, muy cerca, como si no les alcanzara el cojín para practicar la imnotización. Él con los ojos abiertos, ella tomándole el tiempo, guardando para luego los besos, como si le quisiera sembrar  a puños el valor.
    Pobre tú, que no te conoce nadie, que nomás eso te faltaba penando por el novio de la Margot que no tiene ni que pedirle a los Santos, no ves que desde hace mucho él ya trae puesto en la voz el acento de saber lo que hace. Así me aconsejaban. Pero yo iba y venía como perdida en un pecado mortal, con ganas de pegarme en la frente una cruz para nunca volver a soñarlo.

    Muchos ayudaron con el hoyo que ella mandó bajar, porque así era, bien hondo, para que no le pegara el sol. A mí me daba no se qué acercarme, nomás sentía el jalón.

    El mero día hubo tantos y tan alegres que el Pragedes ni volteó a ver que lo venían siguiendo los nubarrones. Yo me quedé detrás, pero en cuanto lo taparon, se soltó la tormenta. Hubieran visto a la Margot, agarró camino tan serenita como si nos quisiera poner el ejemplo de lo que había aprendido de él.
    Enseñarles el agua yo  quisiera, pero no la veo, nomás la oigo cayendo sobre el agua, encobijada de nubes,  llevándose la tierra de la que no era dueña.
    El agual se quedó siete días, pero al tercero me vino a contar con su lengua mala, llena de lodo, que se estaba muriendo allá abajo, muy abajo, pidiéndole a Dios que lo dejara asomarse aunque sea un ratito a tomar el aire que nos había encargado.

    Dicen que el destino del Pragedes ya venía con la importancia. Lo enterramos en la misma caja. Si vieran que bonita se veía cuando pasó flotando bajo los rayos de sol.
     Le fui a avisar a la Margot, pero dijo que ya sabía y para que no me sintiera mal, sacó un velito prieto que a mí no me gustaba y me lo dio, tan buena, para el velorio. Yo me sentí tan sola en esa casa que no es para el llanto, muy fresca, muy llena de pájaros y la Socorro, ahí, amarrándole la trenza, espántandole una pena donde ni los muertos pueden entrar.

Hoy el rosario es a las 12, por eso vengo, agachada, despacio, con los ojos aguados de tanto asomarme al hoyo que se quedó así hecho, para que no se nos olvide su recuerdo.  Para que la prisa, total, ni que me estuvieran esperando.

 

LA LUZ Y LA SOMBRA

Ya les dije que trozaran ese palo, gritó el padre desde la cocina, vayan a levantar a ese muchacho. La Octaviana fue la primera en llegar. Lo encontró tirado, con los ojos blancos y de una cachetada le devolvió todo el aire que le habían sacado las ganas de cortar los arrayanes. Cuando le apareció la mirada  pidió muy quedito: - Taviana, no le vayas a contar al niño Dios. Pero a Cristóbal sólo le quedó en el recuerdo, que se lo llevaron cargando, lo pusieron en un catre y lo untaron con aceite. Aunque nadie vio a la Octaviana prometerle en secreto, al cabo de un rato se dejó poner los zapatos, peinar con goma y de raya por un lado. Todos se encontraron con un extraño que parado bajo la luz, como bajo un chorro de inteligencia, saludó de buenos días y sin hacer ninguna pausa, agregó: - Quiero ver a Robin Od. A sus espaldas se transparentó la sombra de la Octaviana.

Ayúdame Octaviana, no me dejes caer, no ves que está muy hondo.

Más hondo es el odio que te tengo y tú escarbaste ese pozo.

 Ella dio media vuelta, caminó por el monte y sentándose en una piedra, esperó que los ruegos se desplomaran en el silencio. Un remolino de tierra se levantó a la distancia. Desde el pensamiento vino ella misma, andaba descalza y le secreteó en la oreja: “Huye Octaviana, bájate de la desgracia a la que te has subido”. Luego llegaron otros y le dijeron lo mismo. Fue como si la vida le pasara  a retazos por enfrente. La despertó el zumbido de los insectos. Volvió para asegurarse. Se asomó a lo profundo. El agua le reflejó un cielo negro, seco de pájaros.

¿Falta mucho Taviana?

Ya falta menos, en cuanto baje la lumbre del sol.

Tras el vidrio de una canica, Cristóbal la siguió hasta el ropero. –Qué bonita te ves, le dijo, enfocándola con la bolita.

El engaño es transparente, contestó la Octaviana descolgando el vestido del que salió  un enjambre de palomillas.

Esa tarde la luna los acompañó por las banquetas y los esperó  en el techo del cine donde Cristóbal se entretuvo viendo las estrellas. Ella se metió en el bosque que ondulaba el viento en la pantalla. Tenía el pelo largo, enredado en trenzas. No le dieron miedo las flechas, atravesó a caballo la neblina y se dejó caer en el cielo de unos brazos. No se apagaron los grillos cuando encendieron la luz.

La vieron abrir la puerta pero el ruido de los tacones tapó las voces que la llamaron. Caminaba por el portal como si se llamara Marián y la anduvieran persiguiendo unos besos. Se le hizo tarde dejándose tentar.

El olor a musgo subía por las paredes de aquel abismo. Se lo imaginó  atorado en el lodo, envuelto en las ramas de la humedad, mirando para arriba, buscándola en el último rayo que le aventó la luz. –Agárrame bien con un diablo, eres tan bruta, se había burlado. Ella lo vio inclinarse  en la orilla de los ladrillos para desenredar el mecate. Entonces oyó: “Suéltalo Octaviana, enséñale tu voluntad”. Sólo abrió la mano, lo dejó caer, tan mansito,  agarrándose a lo que pudo de la negrura.

El ruido de las hojas se arrastró por debajo cuando cerró la puerta. La casa era  como ella, mal decorada pero con muchos paisajes. Enrolló el bulto de ropa y lo metió bajo la silla. No quiso darle el valor de convertirse en el muerto que la venía a buscar. Se acomodó en el suelo. Aunque no cerró los ojos, de todas maneras se perdió en un mar de nubes grises. La mañana la encontró pegada junto al foco.

Cristóbal se recostó en la cama, todo de negro de una sola pieza, con el traje de hombre invisible que le había hecho. Ella fingió no verlo. Se sentó a su lado tanteando el colchón. Tomó de la mesa el libro y lo abrió de un solo golpe por el medio. – Primero es lo primero, dijo, hallándole la cara.

Éste- señaló con el dedo a la figura que flotaba liviana entre remolinos de palomas- es un ángel, éste otro, apuntó con la mirada, el demonio. Lo malo está pintado de colores que brillan como vasijas llenas de oro, lo bueno está borroso, pero allá detrás juega la luz con los arbolitos. No te emboruques. Sus palabras buscaron a Cristóbal donde ya nadie lo podía descubrir.

Tres días tardó la suerte en llevarlo a la superficie y tres días duró su llanto desde que les fue a avisar.

O sacamos al muerto, o nos quedamos de visita en la tragedia. Dijeron los hombres.

-   No ven que se le va a salir el alma por los ojos, contestaron las mujeres que la seguían como un vendaval  que no la dejaba respirar. Los murmullos le llenaban las fuerzas para seguir el teatro.

El olor de las velas le dio náuseas. Buscó la salida entre la fila de rezos. La noche aguardaba afuera y su silencio se recargó en la inmensidad. Al rato un grito la interrumpió.

- Tú lo mataste, Octaviana. Me la vas a pagar.

La Octaviana sintió lástima cuando la vio acercarse, porque ella ya andaba por dentro recogiendo sus cosas para irse, pero le respondió:

Con lo que te dejó ni siquiera te alcanza para comprarte otro destino.

Los ojos de muchos niños resplandecieron en la oscuridad.

Lo tapó con la sábana. El abanico revolvió las sombras.  Salió de puntitas . La llevaba el cansancio. Aunque le daba miedo dormirse,  el sueño la empujó en el catre. Cerró los ojos. Por encima le pasaron volando unos pájaros.

Ven conmigo Octaviana, no me dejes aquí tan sólo en la meritita nada.

Hace mucho que se me acabó la inocencia de merecerte. Además tú ya estás muerto.

Estoy muerto para afuera pero no para adentro Octaviana. Mírame, soy el mismo que te llevó a conocer las ganas.

Vete a tu purgatorio y reza por esos hijos que dejaste regados por el monte.

No seas mala. Ves, por eso no eres feliz. Te la pasas robando los besos de otras gentes para dárselos a tu imaginación.

La Octaviana se quedó muy quieta. –A dónde me quieres llevar. Preguntó.

A la iglesia Octaviana, a que le digas a Dios lo que me hiciste.

Dios ya lo sabe y hasta me dio permiso.

No te engañes. Lo que oíste no te lo dijo Dios, sino tu odio.

La encontraron en medio de la calle pidiendo perdón a unas gentes que trataban de regresarla a la casa.

Taviana, le preguntó Cristóbal, es cierto que  te vienen a robar los sueños.

-Los sueños son como los cuentos, no se sabe a dónde te van a llevar.

Nadie la vio tomar el camión. Por la ventanilla contó diez pueblos. –En el número once me bajo, dijo, y se bajó. La recibió el ruido de lo desconocido.   - La tierra es tan buena que si tiras un cinco te da un árbol de monedas. Dijo alguien perdiéndose en un laberinto de palmeras que luego ella atravesó. Tocó en una casa. Cuando le abrieron se asomaron al fondo las claridades.  Respondió a las preguntas con la seguridad de que sabía de todo. Sintió que la conocían desde hacía mucho  y luego entró. El ruido de las hojas se arrastró por debajo cuando cerró la puerta.

Cuéntame un cuento Taviana

Bueno, le dijo, te lo voy a contar y le contó de un gato, pero no de trapo sino de estrellas.

Desde esa noche pidió que la encerraran con llave. La escucharon ahogarse en el desespero. arañaba las paredes, golpeaba la puerta y discutía con un extraño que la hacía enojar. Pasaron muchos días, pero pronto, desde el pensamiento vino ella misma. Andaba descalza y le secreteó en la oreja: “perdónalo Octaviana, no lo dejes ahí enmarcado en el odio, cargando la tristeza”, luego vinieron otros y le dijeron lo mismo. Fue como si la vida le pasara a retazos por enfrente. Igual que una vez, se miró en el espejo, se arregló el pelo largo con dos trenzas y se dejó tentar por esos besos. El tiempo la miró por la ventana y como hacía mucho, el silencio, le colgó la luna en el tejabán.

 

13Palau

Rosy Paláu

Nació en la ciudad de Culiacán, Sinaloa. Mèxico (1956) Es miembro fundador del grupo “La cabaña”, editores, de la hoja literaria “Equus”, que se mantuvo en circulación por màs de 10 años. Tiene publicados los libros de poesìa: “Quizà el tiempo”, La cabaña editores 1985. “Territorio Indeciso” Universidad autónoma de Sinaloa 1990. “La clara sombra del silencio” Universidad de Guadalajara 1996.  Estamos solos desde ayer. DIFOCUR-Ediciones sin nombre 2007. Y de cuentos: “La casa del arrayán”. El colegio de Sinaloa. 2005. “Las lunas de mi cielo” Compilación de cuento y poesía sobre la luna de autores clásicos y contemporáneos, de todo el mundo. Editorial La musa fea. (2013). Ha participado en  antologías y revistas publicadas por diversas editoriales, nacionales e internacionales.