Cuentos

Franco Rodríguez 

La llovizna incesante

Estoy bajo la lluvia del caño. Al ver al caballo recuerdo a un toro, un animal que casi me mata cuando era un chico de ocho o nueve años. Estábamos en el campo, éramos cuatro o cinco. Mi padre atendía la finca, como siempre. A mis hermanas no las recuerdo, pero sé que estaban. Mi madre tampoco, digo que tampoco la recuerdo, pero en algún lugar de la cabaña pensaba en su futuro. Sucedió que, al darle pasto al toro, un gesto que consideré amable y generoso, cometí el error de insultarlo. El toro me miró y rápidamente bajó la cabeza, dispuesto a clavarme los cuernos en el pecho. Retrocedí para evitar la fatal herida, siempre he tenido reflejos encomiables. El ataque logró hacerle un desgarro a mi camiseta, pero erró y no encontró mi carne. La suerte también ayudó, nunca está demás un poco de buena suerte. Y ayudó mi padre, que tranquilizó al toro, mi viejo, verdadero amo y señor de la finca y sus animales salvajes. Según él, le había ofrecido muy poco pasto, provocando así su enojo. El toro era el soberano de esa tierra y de sus vacas, debía ser tratado y alimentado como tal. Las pocas hojas de pasto que le ofrecí lo habían encrespado; yo lo había humillado.

Ahora tengo muchos años, soy padre, mis reflejos son pobres y observo un caballo mientras la lluvia del caño baja sobre mí. Estoy en otro lugar donde no hace tanto calor como en aquel país caribeño donde casi me mata el toro. Estamos en Valizas, un pueblito tranquilo con paisaje de dunas, con playa, con río. Somos cuatro. Nadie hace nada, o nadie intenta hacer nada, aunque eso es casi imposible. Llueve mucho y resulta un poco tedioso no poder sentarse a quemarse y morirse bajo el sol mientras no hacemos nada, o mientras intentamos no hacer nada. Mi mujer está durmiendo en la cabaña y seguramente no piensa en su futuro, pero debe de tener inquietudes. De vez en cuando se escuchan gritos o murmullos, como si fuera fastidiada por algo. Hace algo, como dije, no hacer nada es imposible; ella duerme y tiene pesadillas. Olivia dibuja e intenta aplacar los ataques de los mosquitos. A cada rato se escuchan los azotes del matamoscas contra las ventanas y las paredes de la cabaña. Cada quince o veinte minutos anuncia que ha parado de llover, que debemos prepararnos para regresar al mar. Se equivoca, pero la esperanza no la abandona y yo pienso que eso es bueno. Sobre lo que es bueno también tengo bastantes dudas. Los demás no tenemos esperanza y nos hemos resignado.

Martina da vueltas alrededor del caballo, lo observa cuidadosamente y creo que recoge pasto para alimentarlo. Estudia al animal y por momentos parece detenerse para examinar partes que llaman su atención. Yo miro, lloro lágrimas del caño. Bajo un chorro de agua fresca y a través de la ventana observo. Soy azotado por la lluvia que malgasto, que ilusoriamente me limpia de mis culpas y aquieta mis miedos. Decido que no saldré de la ducha y comienza a invadirme otra nube negra. Martina continúa recogiendo pequeños pedazos de pasto del sur del continente, mientras otros se le caen de las manos sin que se dé cuenta. Espero que Martina tenga buenos reflejos o buena suerte, o mejor aún, que este caballo no se comporte como el toro de mi niñez, o que el pasto que recoge sea para tirarlo contra el viento y la llovizna incesante.

 

 

Truchas

 

Ella se vuelve y contempla un instante al espejo.
Sin preocuparse de su amante que se ha ido;
Su cerebro formula a medias un vago pensamiento;
“Bueno, asunto arreglado, me alegra que haya pasado ya”.
Cuando una mujer hermosa se entrega a tales locuras
Y vuelve a pasearse, a solas, por su cuarto,
Se alisa los cabellos de un modo automático
Y pone un disco en el gramófono.
La tierra baldía

 

La verdadera historia surgió junto a la imagen del estanque, exhibiéndose con toda su fuerza por una insignificante grieta en la memoria. Amanda es una mujer atractiva, de pelo oscuro, ojos grandes y cuello alargado. Cuando sonríe crea una imagen misteriosa y triste. Conserva una figura agradable, ni muy flaca ni pasada de kilos, de piernas largas y buenos brazos. Su inteligencia es vaga pero no poca y su carácter pasivo, su rasgo trágico, resulta en cierta debilidad para actuar decisivamente.

En su dormitorio se puede respirar el olor de un acto inconcluso. Amanda está recostada en la cama, piensa en las decisiones que ha evitado por mucho tiempo y se manosea la vagina desganadamente mientras armoniza el roce de sus dedos con momentos de breve violencia. Mueren las ganas de levantarse y salir de la casa hacia lo desconocido cuando piensa en la posibilidad de empeorar su situación y siente una enorme pereza cuando cataloga los esfuerzos necesarios para cambiar. Imagina alternativas, viajes, relaciones fuera del matrimonio, otro trabajo, entre intentos de conseguir un orgasmo, combinados con la sensación de malestar que empieza a sentir al hacerlo. Decide levantarse y camina hasta el baño, contempla el frasco de píldoras para dormir que no puede tomar porque es domingo y necesita levantarse temprano para ir a trabajar, para cumplir con la rutina. Sin haber decido que quiere bañarse, se sienta en el borde de la tina, abre la llave del agua y pone el tapón del desagüe, se moja los pies y luego los suspende en el aire para que goteen mientras espera a que suba el nivel del agua. Por unos segundos queda brevemente hipnotizada por las pequeñas ondas causadas por las gotas. Las imagina azotando su cuerpo por unos segundos mientras su respiración cobra fuerza. Luego se levanta lentamente para quitarse la ropa interior y se queda solo con el camisón, que le cubre hasta la mitad de los muslos. Decide cerrar la llave del agua y va hasta la cocina para servirse un vaso de jugo de arándano con vodka, su bebida preferida y su primera opción cuando celebra algún suceso especial o cuando está amargada.

Sin saber por qué, Amanda se dirige hacia la sala y recorre los espacios libres, muestra un interés forzado por los muebles, por las lámparas antiguas, por el librero en forma de tronco tallado por artesanos de la región. Allí están el piano y la guitarra que ya casi no toca y que solo asocia con su trabajo, con las clases en la universidad. Mira las ventanas recién reemplazadas y sus ojos se enfocan en la vista nocturna del patio trasero, esclarecida por la luna llena y por varias bombillas que Charles instaló en los árboles. Las apaga para observar el reflejo lunar en el estanque y toma otro sorbo de su bebida. Va a servirse otra copa; necesita un poco más de vodka, piensa, para acelerar ese efecto sedante que tan bien conoce. Al ver el teléfono colgado en la cocina, piensa en Charles, pero descarta la idea de llamarlo. Regresa a la sala y se sienta en el brazo del sofá mientras contempla el patio trasero. Imagina que cabalga despacio al tiempo que presiona su entrepierna contra el mueble. Piensa en las habitaciones de la casa, lugares marcados por la falta de experiencias, llenos de repeticiones y antigüedades compradas a sobreprecio, objetos cargados de historias ajenas a las suyas.

El estanque que Charles excavó hace más de diez años sigue tan impresionante como la primera vez que lo vio terminado, después de semanas de intensa labor y múltiples planes para su disfrute. Eran tiempos agradables, piensa, uno de los momentos más felices de su vida. Durante su construcción Charles pasaba horas en el tractor, sacando tierra, rocas y troncos para crear ese pozo gigantesco, mientras ella miraba por esa misma ventana, pensando en un futuro donde ellos y sus hijos pudieran remar y nadar, donde pudieran pasar días de verano haciendo barbacoas y pescando truchas. Ahora está habitado por sapillos y tortugas mordedoras junto con las continuas visitas de patos silvestres. Las truchas murieron a las semanas de ser introducidas y pese a varios intentos de salvarlas. 
En la parte posterior del estanque se elevan los arces que cubren varias hectáreas de terreno que poseen. Amanda sigue indecisa y tras unos minutos inertes frente a la ventana y la vista del estanque decide cambiar de escenario. Sale al porche delantero y nota que los vecinos están acostados, todas las luces están apagadas en las casas que ve al otro lado de la carretera. La distancia entre estas y la suya es considerable. Esa privacidad es algo que siempre ha atesorado, el espacio entre su vida y la de otros. A lo lejos el establo de los Rivers parece desierto, aunque puede ver la luz interior filtrándose por la puerta principal y respirar levemente el hedor arrastrado por la brisa nocturna. Es la misma brisa que siente subir por sus muslos con algo de placer. Amanda vuelve al dormitorio no sin antes servirse otro vaso de vodka y para sentirse más segura prende las luces del enorme patio trasero. Recuerda que la tina está lista, pero no tiene prisa: las ondas pueden esperar.

Sentada en la orilla de la cama, mira la foto de su boda, está junto a una lámpara en la mesa de luz colonial que la sostiene, un mueble que Charles le regaló para celebrar su aniversario de bodas. El cajón ya no se desliza perfectamente y será difícil reparar su herraje original, piensa. Se casaron en las Montañas Catskilldurante un agradable día de verano y con pocos invitados, sus hermanas y familiares eran la mayoría. Por parte de Charles solo estaban presentes su madre, dos primos con sus familias, algunos amigos que frecuentaba de vez en cuando para jugar al tenis o al golf y un amigo de la aerolínea. Para él esta era su segunda boda, un proceso formal por el que tenía que pasar nuevamente, aunque sin la pompa y la exageración del primer matrimonio. Durante los meses previos a la ceremonia nupcial, Amanda le preguntó por qué se había divorciado y él habló de la juventud, de los constantes viajes y ausencias y con pocas palabras dijo que todavía no comprendía algunas cosas, que incluso sentía una notable indiferencia ante cualquier pregunta relacionada con su antigua esposa. Tampoco tuvimos hijos, reflexionó Charles durante el breve intercambio, pero no se lo dijo.

Charles estaba en su quinta década, un poco desgastado de tanto viajar y cansado de los caprichos que antes eran frecuentes. Su rostro varonil no intimidaba, era de mediana estatura, sus expresiones faciales eran agradables y llevaba el pelo corto con áreas blanqueadas por la edad. Su carrera y futuro económico estaban asegurados. Hijo único, había heredado el patrimonio de sus padres —sustancial gracias a que, aunque no fueron ricos, supieron cuidarlo con inversiones y ahorros rentables durante la época del esplendor americano. Podía vivir el resto de su vida sin preocuparse por el dinero. Su casa en el estado de Nueva York tiene todo lo que necesitan. Amanda dispone de un amplio jardín y espacio para sus antigüedades; Charles posee una biblioteca ecléctica que acumuló durante años de lecturas mientras esperaba sus vuelos o transitaba por hoteles. El estanque, el bosque, un almacén para los tractores y las herramientas de Charles complementan su entorno. No es una casa grande, pero para una pareja sin hijos es suficiente y posee un terreno que los mantiene ocupados. Él se ocupa de toda la parte económica y Amanda ahorra gran parte de sus ingresos personales. En Florida poseen otra casa donde planean vivir más tiempo en el futuro y donde actualmente pasan las temporadas frías. A veces manejan tres o cuatro días mientras exploran el país de norte a sur hasta llegar a Florida, o viajan en un avión unimotor, la mejor opción para evitar los grandes aeropuertos que tanto ha pateado Charles durante sus años de piloto.

Esa misma noche en que Amanda transita por su hogar como si fuese el laberinto de don Dédalo, Charles no está solo en la habitación del hotel. Piensa en Amanda, la notó decididamente segura y feliz cuando la llamó ese domingo por la mañana antes de su primer vuelo:   

—Hola, Amanda, soy Charles, te llamo desde el hotel.
—Hola, ¿cómo te va?
—Bien, en Miami, esperando mi próximo vuelo. Te he comprado unos regalos...
—Yo también, creo que te gustarán, espero que sí —le contestó Amanda y pensó en los viajes que habían realizado juntos y en los que podrían realizar.
—Pero no te hubieras molestado, mañana es tu cumpleaños, no el mío.
—Creo que puede ser para ambos, algo para llenar de recuerdos —dijo Amanda.
—Eres buena para esas cosas de la memoria.  
—No sé, es posible…
—¿Qué planes tienes para celebrar el lunes? —prosiguió Charles, aludiendo a su cumpleaños número cuarenta y cinco.
—Tengo dos clases y por la noche saldré a cenar con mi hermana, iremos a ese restaurante italiano que abrieron a orillas del Seneca, creo que se llama Postino. Dice que me compró un regalo que me cambiará la vida.
—Ya me contarás cuál te gusta más…

La conversación prosiguió con los intercambios apropiados y terminó cordialmente por la mañana, como dos adultos acostumbrados el uno al otro. Beso, beso, repitieron ambos antes cortar la llamada. Charles todavía tenía tiempo para dormir un poco más antes de prepararse para el próximo vuelo, un viaje a San Diego y de vuelta a Miami. El viaje era agradable, disfrutaba de la ruta y las vistas del Golfo de México, de los desiertos y los bruscos cambios de paisaje entre las ciudades de la frontera.

Esa noche, ya de regreso en el hotel en Miami, la imagen de Amanda volvió a surgir con más frecuencia de lo normal. Lo suele acompañar en su cansancio después de un largo día, pero sucede más a menudo a medida que pasa el tiempo, observa Charles. Quizás por eso decidió tomarse unos días libres y espera regresar a Nueva York el lunes de noche y no el martes, como le había avisado. Ella no sabe que tratará de sorprenderla. Sentado en la cama mientras come y mira el informe del tiempo junto a Irina, concluye que ha sido muy inconsistente durante su vida. Siempre de viaje, siempre de salida. Nunca conforme. El cielo está claro y así continuará el lunes, no tendrá problemas para regresar a tiempo a Nueva York luego de dos vuelos adicionales durante la mañana. Piensa que nadie lo conoce verdaderamente, aunque sabe que hablan sobre él, especialmente la familia de Amanda. Mi vida ha quedado reducida a un grupo de personas y eventos bastante limitados, comenta en silencio, mientras se levanta y pone las bandejas en el pasillo. Camina por la habitación y luego de sacar varios libros y revistas de la maleta abre la puerta corrediza del balcón. Lo atrae la brisa y mira hacia la pequeña mesa, donde se sienta solo mientras Irina termina de comer y continúa mirando la televisión.

Durante unos minutos se dedica a hojear el ejemplar de La última noche, que está a punto de terminar. Algunos de los relatos le han sorprendido y otros le han decepcionado. No quiere anticipar la sensación que le causará el próximo y decide cerrar el libro. Fija su vista en la larga cadena deconcreto y palmas que adornan su vista desde el balcón. No observa nada en particular, pero la brisa tiene un efecto tranquilizador, como si el viento transportara algo de calma y descanso, mientras espera a que cambie el paisaje, como si quisiera forzar una sorpresa. Esperar no es un sacrificio para él, sino una costumbre, en cierta manera también es una habilidad que lo define. No es una forma de fe, ya que no espera nada a cambio; es una forma de parálisis, siempre esperando para volver al mismo lugar. Una quietud y frigidez que surge de la insuficiencia causada por las ataduras a otras personas, al trabajo, a experiencias que nada cambian. Atado en la espera de algo no vivo, hasta ser él mismo el que no vive.

Luego de unos minutos Irina le lleva dos vasos. Contienen su bebida favorita, dos rusos blancos, que él preparó la segunda vez, antes de pasar a la cama para la despedida habitual. Irina es la amante ideal, nunca indaga sobre su matrimonio y pocas veces pasa toda la noche en el hotel. Es con la que más ha durado y a veces piensa que será la última. Trabaja en la misma aerolínea, hija de inmigrantes cubanos, y no es mucho más joven que Amanda. Su belleza es la definición de lo exótico para Charles. En la cama es la promesa y la práctica de algo diferente. Le gusta la forma de sus muslos y la dureza de sus nalgas, complementos ideales de los senos y el cuello largo que admira en Amanda. Irina lleva dos años divorciada y tiene una hija que ahora vive y estudia en una ciudad latinoamericana. La pareja de amantes se ven una o dos veces por mes sin necesitar ni exigir más. Los hoteles y restaurantes, algunas veces la casa de Irina en Coral Gables, sirven para su lenta caída al vacío que proporciona un mediocre placer, o para el desenfreno que imita la intensidad del primer encuentro.

Charles no duda de que su rutina con Irina sea una simple repetición de pactos similares que siempre existirían en el universo. Quizá no sea el único hombre con quien duerma Irina, piensa a veces, pero es tan poca la importancia que le otorga a esa posibilidad, que lo olvida rápidamente. En el conjunto de las cosas acumuladas durante su vida esa posibilidad no es un problema, sino lo contrario, una justificación válida para su conducta. Los dioses de la pasión y la compañía son dioses flexibles, se dice, crueles e impredecibles, pero flexibles.

El lunes, después de dos vuelos casi seguidos, su avión aterriza en Syracuse a las 7:40 PM. Sale lo más rápido que puede, quiere asegurarse de encontrar a Amanda con energías. Siente ganas de quererla y de acostarse con ella, de platicar un rato. No lleva flores, pero sí una caja de chocolates que ha comprado de pasada en un puesto de la terminal B, además de unos libros que seleccionó para sí mismo, De la brevedad de la vida, La tierra baldía y El cartero siempre llama dos veces. El regalo que ha comprado hace unos días está en la maleta. El viaje desde el aeropuerto hasta su casa en Geneva dura unos cincuenta minutos sin tráfico, evitando la ruta turística. Imagina que el martes podrían salir juntos a uno de los restaurantes cerca del famoso y profundo lago Seneca, lago de truchas ejemplares, y que luego darían un paseo en bote o irían a los viñedos.

Al llegar ve un auto nuevo y desconocido en la entrada y especula que quizás sea el de su cuñada, quien después de cenar habrá llevado a Amanda a casa. Es un modelo parecido al primer auto que compró con Amanda y en el que viajaron por el país, haciendo planes para el futuro. Pasa junto al jardín de la parte delantera y constata que Amanda ha trabajado bastante. Huele a tierra fresca y a mantillo recién comprado. Nota un buen número de petunias y de hortensias. Sube la escalera del porche que da a la puerta principal y encuentra dos vasos en la mesa de verano, ambos contienen un poco de jugo de arándano con vodka, aguados por el hielo derretido. Un vaso tiene marcas de pintura de labios, el otro no. Piensa que Amanda quizás no está con su hermana y recuerda la seguridad y felicidad que percibió en ella la mañana del domingo mientras hablaban por teléfono. Nadie ha salido a recibirlo y comienza a inquietarse.

Charles abre la puerta delantera y va directo a la cocina, donde hay un plato con aceitunas y pistachos. En el mostrador también encuentra un recibo por la compra de cincuenta truchas y camina hasta las ventanas de la sala para mirar el estanque y evitar acercarse al área de los dormitorios. En esos instantes recuerda que el festival de la trucha es esa semana, quizás ese era el regalo del que le había hablado Amanda. Era lógico, aunque en esos momentos nada parecía estar en su lugar, esa es la forma en que Amanda le indicaba la posibilidad de un nuevo comienzo, se dice a sí mismo, aunque incrédulo ante la situación que confrontaba. Unas truchas para intentar aclimatarlas al lago nuevamente, al ambiente inhóspito que las mató la primera vez. A su derecha se encuentra el pasillo que da a los dormitorios. Da unos pasos en esa dirección y escucha música y también cree escuchar gemidos de placer combinados con el zumbido del aire acondicionado que intuye ha encubierto su llegada.

Se detiene, recuerda que Amanda no lo esperaba hasta el martes, que él no tenía por qué estar en su casa ese día, el día de Amanda, el cumpleaños de Amanda. Nadie sabe que ha llegado un día antes de lo planeado, vuelve a repetirse. Los sonidos provienen del cuarto de huéspedes en la parte trasera de la casa y la puerta está semiabierta. Da otros pasos acercándose y reconoce esos gemidos como algo antiguo, siente deseos entrar violentamente a la habitación y al mismo tiempo lo domina la tristeza. Le faltan apenas unos pasos para llegar a la puerta, pero se queda inmóvil. Piensa que ese pacto infiel, del que Amanda ahora también es parte, es la mejor forma de seguir, así han sido tan felices como les fue posible, con la suerte que les tocó. La pausa se extiende eternamente en su cabeza, imagina su entrada al cuarto como un intercambio de miradas caótico e impredecible, hasta que decide retroceder sobre sus pasos, sale de la casa y esta vez ni siquiera se percata del auto nuevo. Parte hacia uno de los hoteles a orillas del Seneca, donde esperará hasta el martes. Durante el camino imagina a Amanda sentada sobre un desconocido, con sus senos y nalgas todavía agradables y complacientes para su amante, esas que deseaba el día de su cumpleaños, quizá por costumbre, quizás por algo que no entendía, partes que ese día quería tocar y poseer tanto como las de Irina. En varias ocasiones detiene el auto y piensa en volver a confrontarlos, pero no lo hace, mejor así, y acepta la hipocresía y la crueldad de un posible reclamo.

El Seneca lo tranquiliza, es un lugar casi sagrado para Charles, un lago profundo como los misterios que todavía abundan en el mundo y que ahora lo distraen. La vida tiene coincidencias, uniones, decisiones que no son nada, y que son todo, piensa, desde el balcón de la habitación donde pasará esa noche sin Amanda. Siente que habita un mundo alterno en esos momentos. Abre el ejemplar de La tierra baldía que traía en la maleta y lo lee en menos de una hora, poseído por una capacidad de concentración inhumana, estancado en reflexiones pacientes sobre las abstracciones del mismo. Gracias a unos versos sobre el amor prohibido que relee como si hubieran sido escritos para él, recuerda a Amanda e imagina su aventura.

El martes Amanda duerme hasta tarde, tiene dolor de cabeza, pero está animada. Llama a la universidad para reportar su ausencia por enfermedad, se queda en casa, trabaja unas horas en el jardín y tramita los últimos detalles de la compra del auto donde imagina muchos viajes a Florida y a otros estados. Llama para confirmar la entrega de las truchas y pone una nota en el parabrisas del auto nuevo: “para los viajes que nos quedan por hacer”. Una parte del día, antes de que llegue Charles, la dedica a perfeccionar el uso de su nuevo juguete en el cuarto de huéspedes. Piensa que es el mejor regalo que había recibido en muchos años, su hermana tenía razón. Prende el aire acondicionado y sintiéndose rejuvenecida, mientras escucha canciones melancólicas, acompaña la nueva aventura con dos vasos de vodka con jugo de arándano, hasta quedarse dormida después de dos orgasmos.

 

Franco Rodríguez

(Puerto Rico, 1977). Es doctor en Literatura Comparada por la Universidad de Binghamton (SUNY). Ensayista, crítico literario, poeta y narrador. En la actualidad es profesor titular de literatura latinoamericana en William Paterson University en Nueva Jersey y director del programa de estudios latinoamericanos. Ha publicado  poemas y cuentos en Círculo, Confluencia, Hispamérica, Revista Hispánica, Latin American Literary Review,  además de ensayos y artículos académicos sobre literatura latinoamericana (Alan Pauls, Jorge Volpi, Javier de Viana, Roberto Bolaño, Juan Carlos Onetti, Clarice Lispector, Antonio Di Benedetto).
Es autor de Descomposiciones (Yaugurú, 2014) y de una monografía sobre literatura latinoamericana contemporánea (Roberto Bolaño: El investigador desvelado, Verbum 2015). En preparación: El posible Bill y Las instrucciones (novelas); Monólogo del pasajero (cuentos). Ha vivido en Uruguay, Puerto Rico  y Estados Unidos.