El sueñoGabriel Molinas BonillaVio la escalera. Alta. De madera muy lustrada, con los peldaños alfombrados y la baranda tan torneada como su vida. Las antiguas lámparas, fijadas a la pared estucada en blanco, iluminaban con un difuso halo amarillento, el diseño espiralado. Al final de la escalera estaba la oscuridad. Lo sabía. También sabía que de alguna manera subiría la escalera. Y al llegar al último peldaño, con la sangre golpeándole en las sienes, agitado y tembloroso, vería el comienzo de un largo pasillo sombrío que terminaría en una angosta puerta maciza, con grandes herrajes de hierro martilleado. La puerta estaría cerrada. Un leve resplandor se colaría por debajo de ella. No quería recorrer ese pasillo. Tampoco pasar por esa puerta. Conocía perfectamente qué le esperaba dentro de esa estancia. La imagen de siempre. Repetida desde su niñez; desde que recordara los sueños y los arcaicos rastros de una memoria sin tiempo; desde que inaugurara el terror. Ella le esperaba detrás de la puerta. Con la imperturbabilidad de lo eterno, con la intransigencia del universo. Esta vez no llegó entrar en la trampa. Pudo más su voluntad de volver al mundo conocido que la fuerza que siempre le empujaba a trasponer esa puerta y entrar en la habitación. Despertó sobresaltado. Su corazón era un tam-tam descontrolado que redoblaba con frenesí africano dentro de su pecho. Por un momento temió que el órgano removido por un hábil cirujano escapara de su jaula ósea y se mostrara espasmódico, saltando y salpicando sangre sobre las sábanas sin manchas. Poco a poco fue recobrándose. Decreció la taquicardia pero no el miedo. Le habían dicho que ese día le darían el alta. ¡Al fin dejaría esa fría cama metálica! Volvería a su casa aunque en su nariz perdurara ese olor arcano que se percibe en todos los hospitales del mundo; ese olor… como a muerte y a desinfectante. Por más que en sus oídos se instalara para siempre el “chuic chuic” de las suelas del calzado que usan las enfermeras, podría soportarlo en su lugar, con sus hábitos, con sus objetos, rodeado por su pequeña familia, visitado por sus pocos amigos y, fundamentalmente, protegido por los amorosos cuidados de su mujer. Cuando le llevaron al quirófano sólo le preocupaba la idea de soñar otra vez. Que la pesadilla se mofara de la química y le atormentara el plácido sueño provocado por la anestesia. No fue así. Durmió tranquilo. Con el sueño de un inocente. Le sorprendió un despertar sereno. Y justo la última noche, antes de irse, volvió el sueño. Recurrente. Siniestro. Torturante. No se lo contó a nadie. Estaba convencido que si lo hubiera hecho, ninguno le habría dado la más mínima importancia a su único terror. La vedette del momento, el gran tema de conversación entre los suyos, era la “Intervención Quirúrgica de Alto Riesgo” a la que fuera sometido y que, precisamente, le importaba un bledo. Nunca temió a la muerte. Tal vez porque toda su capacidad de temor se colmaba con el maldito sueño. Nadie de su entorno sabía que su conocido insomnio sólo era miedo a dormirse y que otra noche subiera la escalera. Se recuperó muy rápido. Casi sin darse cuenta se sintió con energías olvidadas, sin apenas dolores físicos ni demasiadas limitaciones, con nuevas esperanzas y, sobre todo, sin el horrible sueño. Quizá la operación -el partirle el pecho y remendarle el corazón- había exorcizado la pesadilla expulsándola de su mente. Solía decirse que “corazón y mente van de la mano”. Por lo menos en su caso era verdad. Nunca pudo aislar el uno de la otra. ¡Y así le fue!... Pasaron los meses y la pesadilla no retornó. Fue arrinconando el temor a dormirse hasta que se convirtió nada más que en una ligera inquietud. Nada importante. Nada que “le quitara el sueño”. Según la opinión de los médicos estaba curado. Pero… ¿Curado de qué? ¿De los líos que supo hacer su corazón maltratado? ¿Del dolor agudo y paralizante? ¿De la muerte amenazándolo continuamente? ¿De todo eso? Le significaba poco. No cumplía con las reglas que deben regir la vida de todo “revascularizado”. Aunque le dijeran que era un inconsciente, un anormal desagradecido sin apego a la vida, etc., etc., no le importaba. Lo que ignoraban era que, en realidad, sólo ansiaba curarse de la pesadilla. Y, al parecer, lo había logrado. Se sentía bien. ¡Muy bien! Tanto que aceptó la invitación de un amigo para pasar unos días en el campo, una de sus grandes pasiones. Estaba tan contento y confiado en su recuperación que se atrevió a montar a caballo. Lo hizo con cuidado y en un gateado manso y seguro. Cuando acomodó el cuerpo en el recado, se afirmó en los estribos y sintió entre los dedos de su mano izquierda la familiar textura del cuero de las riendas… ¡Entonces sí volvió a nacer! Olvidó su corazón, la cama fría, los médicos, los olores, los incontables pinchazos… ¡Todo! Sólo él y el caballo. Una pieza escultórica sobre un pedestal verde y mullido. Se animó a ensayar un trote largo y no sintió ninguna molestia. Ni el más leve dolor. ¡Pucha! ¡Al final tenían razón los médicos! Unos meses antes, el dueño del campo había comprado unas cuantas hectáreas linderas. Accedió enseguida cuando su amigo y el viejo capataz le propusieron ir hasta el nuevo puesto de la estancia. No lo conocía y quedaba cerca. Formaron los tres en línea. Entre charlas, risas, ruido de espuelas y crujidos de aperos se alejaron de la pradera y entraron al pedregal del cerro. La tarde de otoño era perfecta. Luminosa y fresca. La brisa acariciaba los rostros y los sentidos, trayendo aromas de montes y sierras. Faltaba poco para llegar. La silueta de la casa del puestero -el antiguo casco de una estancia importante- ya se divisaba perfectamente sobre la loma, con su blancura encalada y su alto mirador, contrastando con el gris oscuro del granito de la sierra. Ninguno de los tres vio la crucera. De pronto, el confiable gateado que montaba, ese manso caballo, se transformó en bagual. Él sí vio la víbora reptando veloz casi entre sus cascos delanteros El salvaje corcovo le tomó desprevenido. No tuvo la menor oportunidad de afianzarse sobre el recado. En un interminable segundo supo que caería de espaldas sobre las ásperas piedras. El golpe fue terrible. Los gritos del capataz y de su amigo, se mezclaban con los relinchos aterrados y el retumbar de los cascos del gateado desbocado y sin jinete. Y el dolor. Fortísimo, atroz. Aulló de cara al cielo en un alarido inacabable. Volvió en sí cuando lo llevaban entre cuatro y lo subían por una escalera de madera muy lustrada, con los peldaños alfombrados, baranda torneada y diseño en espiral. Quiso moverse y no pudo. Quiso explicarles, pero no sentía la lengua ni podía moverse. Recorrieron el pasillo oscuro y abrieron la maciza puerta. Esperándolo desde hacía tanto tiempo, en el centro de la habitación y con toda su saña exhibida en obscena vanidad, estaba Ella. La antiquísima silla de ruedas. El sueño había terminado. 30 de enero de 2011 Gabriel Molinas Bonilla Nació en la ciudad de Buenos Aires, Cap. Federal, Rep. Argentina. |