Fiel traductora

Jorge Menoni

Este cuento fue el primero que escribí y publiqué en esta Revista.
En el 2009 fue publicado en mi libro: "El primer día del mundo"
en el tomo 19 de la Colección Escritores Salteños, en Uruguay.
Por cuestiones de cariño vuelvo a publicarlo como regalo
aniversario de los 20 años de Revista Amsterdam Sur.


a Deisy
Sant Feliu de Guíxols, Cataluña


La víspera de San Juan mantuve una extraña e inquietante conversación con mi agente literario, quien se mostró sumamente preocupado por la futura traducción al castellano de mi reciente novela.

Varios meses atrás se la había enviado a una traductora, de quien no dudaba de su capacidad intelectual pero sí desconfiaba de sus métodos inusuales.

Supe entonces, no por lealtad de mi agente sino por su miedo, que el valor de mi obra dependía de una apasionada mujer que habitaba en el Pueblo de los Santos a orillas del Mediterráneo, cuyos habitantes la habían bautizado con el nombre de "fiel traductora" por la extraña manera de ejercer su profesión.

Mal presagio para un escritor que había sacrificado gran parte de su tiempo a cambio de una breve historia que cabía en tan sólo doscientas páginas de papel y cuya suerte estaba ahora irremediablemente a la deriva.

Confieso que la causa de mi primer espanto - mi agente me comentó detalles de la vida de mi desalmada traductora- no se debió tanto al temor a que dañara mi obra cuanto a la simple curiosidad que me corría.

Mi interés por ser traducido no ostentaba ninguna quimera de universalidad, tan sólo pretendía una relativa proyección en ese idioma que aprendí a amar y que guardaba celosamente en mi memoria como única herencia de mis abuelos españoles y por eso mismo no estaba dispuesto a que tan fiel traductora estropeara mi empecinado capricho.

Escribir para mí no era un simple ejercicio del tedio sino una auto condena que desmenuzaba en la búsqueda absurda por encontrarle sentido a lo inefable, y en eso arriesgaba mi cordura.

El terror a la mutilación del texto, o a su traducción literal, que es lo mismo, había decidido a mi agente literario a sugerirme que debía tomar contacto con tan apasionada mujer. Sus argumentos se basaban en el hecho de que ella, previamente a cada una de sus traducciones, tenía por costumbre reproducir con su propia vivencia cada capítulo del material que recibía para posteriormente traducirlo.

Recordaba el primer trabajo que le envié, un libro que trataba sobre la vida de los animales en la selva de Brasil. Cuando acabó la traducción había convivido tres meses con los indios del Amazonas, quienes le enseñaron a descifrar el lenguaje de los animales, incluido el riesgo de ser devorado por ellos.

A su primera traducción, de la que salió ilesa, le siguieron otras en las cuales su propia vida fue el campo experimental donde hacía realidad la ficción del escritor.

La pérdida de cordura, el padecimiento de ciertas enfermedades, el deterioro físico, los desamores, quedaron registrados en su memoria como simples anécdotas de su extraña manera de ejercer el oficio.

Todos estos hechos desconocidos aumentaron mi curiosidad y me decidieron a partir.

El primer y último encuentro con mi "fiel traductora", no por azar sino por esas raras combinaciones del destino, tuvo lugar la noche de San Juan. Los Santos se habían congregado a la orilla del Mediterráneo para observar impávidos la inmensa hoguera cuyas llamas se elevaban hacia las cumbres devorando las vanas plegarias de los habitantes de ese atajo al paraíso, quienes entregaban sus almas a cambio de la limosna espiritual que aliviaría sus pesares.

Cuando me acerqué a ella, sus ojos transgresores seguían con agradecimiento el movimiento cambiante del fuego. Al mirarme comprendí el por qué de la presencia de los Santos y de la inhumana equivocación de mi agente literario.

Su mirada duró apenas un instante, sin embargo aún me sigue mirando desde dentro de mí.

Sus palabras fueron como el azote inexorable de la Tramontana, cada frase contenía el principio y el fin de toda filosofía, el principio y el fin de cada vida, el ocaso de cualquier empecinado amor.

Todo su ideal espiritual, que nada tenía de supremo, me fue transmitido por imágenes familiares que surgían desde un ángulo imperceptible donde se ocultaban las cosas: frescas, sencillas, distintas.

Habló de un jardín en donde la poesía se protegía del roce del tiempo. Habló de la última gota de lluvia de la cual beben los amantes. Habló de un olor, un color, una voz que provenía de unos labios callados, de una mano que esparcía los sueños y desenmascaraba utopías, de una sombra tranquila que tentaba el alma.

Habló de piedras incontables que armaban ciudades vulnerables para desencantar alegrías... y caminos y mares y huertos y cansancio.

Cansancio, sí, cansancio, su más leal y desgarrada confesión, su valerosa cobardía, mi cobardía, el desprendimiento de la máscara que cubría tanto mi obstinada costumbre de crear personajes, como su fiel conversión en ellos.

Cansancio, el único gesto visible que compartíamos sin saberlo.

Los hechos aparentemente intrascendentes que habían desencadenado este encuentro, reunidos ahora, nos producían una especie de fascinación revelándonos con innecesario dolor la desnudez de nuestro universo interior.

Tuve un instante la sensación de haber traicionado su secreto, pero enseguida sentí que estaba tranquila; éramos cómplices... y en su taza de café se reflejaba la luna.

Con asombro y goce sagrado comprendí el rigor de su oficio. No pude más que observar impotente como su frágil figura, dando por terminado el breve encuentro, se alejaba inmutable en dirección al fuego que homenajeaba a los Santos.

Sólo atiné a pensar en la tardía inutilidad de cualquier intento de cambiar el destino de alguien o de modificar el final de mi novela.

Mi traductora, de la misma manera que lo hizo la protagonista de la ficción, decididamente se internó en la hoguera acabando fielmente su muy fiel traducción, desintegrándose en rojo junto a las doscientas páginas casi calcinadas de mi desafortunada obra; a la vez que los Santos retornaban a la Torre de Babel para comunicar a los dioses que había sido canonizada la Santa de los Fieles Traductores.



Jorge Menoni

Escritor uruguayo residente en Amsterdam desde 1978. Estudió Literatura en La Universidad de Amsterdam. Ha escrito dos libros de poesía publicados en Holanda: El tiempo del Origen y Epilogo de sueño.

Su primera novela El cementerio universal de los vivos se publicó en 1986.

Su segunda novela El cazador de eternidades obtuvo el tercer premio en el concurso Nacional de Literatura de Uruguay, 2002.

Escribió el libro de cuentos El primer día del mundo publicado en la Colección Escritores Salteños, Uruguay 2010.
Escribió la Opera Latinoamericana Carlitos Sur que se representó en Holanda.

Ha escrito cuatro guiones para TV: El regreso de Van Gogh a Arles; Dalí, el misterio sin fin; Paul Bowles, retrato de un escritor y Onetti, el pozo del alma.

Escribió y dirigió la película; Un lugar llamado ilusión y los cortometrajes; El duende del Rio Amstel , El pueblo de la última carta, Una misteriosa ventana y El pozo del alma.

Director de la Revista Amsterdam Sur.