Juan José Morosoli

Felicitas Casavalle


A mis queridos amigos
de la Villa de la Concepción de Minas, Uruguay.


“El espíritu no se transmite de un mortal a otro mortal mediante fórmulas.
Más fácilmente que por un concepto, el espíritu pasa
de un alma a otra alma por una quebradura de la voz.”

Nicolás Gómez Dávila

“El hombre en otros hombres – eso es el alma del hombre”
Boris Pasternak

“¡Sálvenlo. Sálvenlo. Allí en el puente, sobre el Neva.
¡Es un hombre!”

V. Mayakovsky


Por el camino del Penitente un gaucho de poncho azul, a caballo, se alejaba solitario al atardecer. Fue en los últimos años del siglo XX, y su figura me conmovió.
Hecho estético, el personaje anacrónico irrumpía en el paisaje de las sierras uruguayas, revelando su secreta poesía. Expresión de una historia mítica, el gaucho aun evoca otro mundo, como sacerdote de ceremonias sagradas, relieve de una naturaleza habitada por voces divinas.
Tierra sagrada también, allí vivió y allí murió el hombre que yo amé.
Y en esa tierra nació en 1899 el escritor Juan Jose Morosoli, de quien me gustaría hablar en estas páginas, un poco a la buena de Dios, como dicen que él gustaba hacer.
Cuando mi sensibilidad es herida por el hecho o el hombre, dice Morosoli hablando de su punto de partida para escribir.
Y debe haber sido esa condición, la que sobresalta al hombre entero, lo que yo encontré leyendo, al principio un poco “distraídamente”, sus cuentos.
Pasaron muchos años, casi veinte ( y veinte años es mucho tiempo, a pesar del tango), años llenos, entre otras cosas maravillosas, de lecturas y emociones.
Un tanto hastiada de análisis críticos exacerbados y sistemáticos, de retorcidas elucubraciones psico–linguísticas y literarias, me he ido recogiendo en un gozo de lo sencillo y hondo en el pensamiento, en la poesía y en el arte.
Así fue que volviendo cada año a aquel pedacito de tierra sagrada me reencontré – y esta vez fue como un resplandor y un vértigo de hermosura, algo lindo y triste – con la obra de Morosoli. Y le ha entrado a mi vida, y a mi escritura, para siempre.
Era la hora de entrar en el hombre. Heber Raviolo, crítico de gusto delicado y profundo dice: “Será difícil entender muchos relatos de Morosoli si no se tiene en cuenta que en ellos hay una transfiguración poética de la realidad. No es una recreación “fantástica”, ( él no quiere superar el realismo), pero sí una recreación poética. El lirismo morosoliano se apoya en diferentes elementos: en la particular visión de sus personajes, en sus imágenes, en sus diálogos, y de modo general, en la “atmósfera”que logra para sus relatos”.
Esa atmósfera y esa voz que dicen un paisaje, unos hombres y unas mujeres, algún animal, algunas palabras, algunos silencios, una nostalgia, una amistad, un dolor íntimo y terrible en un estilo tan límpido y despojado de ornamentos literarios, tan puramente sentidor del otro, tan hermano, que casi da miedo, como dan miedo todas las cosas verdaderas que vemos cara a cara.
La verdad era que los dos parecían tener algo que los alejaba de los demás, tanto como los unía entre sí Era simplemente el silencio donde los dos fundían su amistad. Martiniano lo miraba a veces hasta hacerlo incorporarse. El animal levantaba la cabeza y parecía que los ojos se le iban a volver llanto de ternura. ( “Martiniano y su perro”)

En “Destino”, un forastero llamado Olmedo llega al pago preguntando por unos Almadas.

Hubieron, pero se fueron yendo.

¿Todos?

Yo conocí dos: don Pedro y María. Ya ni los huesos les quedarán… Se ahorcaron los dos: padre e hijo.

¿Buenos vecinos?

Buenos. Malos para ellos… Mucha pulpería. Mucho juego. Gente que no veía venir las tormentas.

Destinos.

Pues…

Alzó las galletas y el dulce de membrillo. Pagó y partió rumbo al pastoreo. Ya de cabeza caída porque María era su padre.

Este diálogo que yo diría que es casi perfecto, dice en diez líneas lo trágico de un destino humano. Y lo dice con tal sobriedad de lenguaje como sólo un poeta en estado de gracia puede alcanzar.
Se escucha la voz de esos hombres, se siente el drama, se siente un ritmo, que es un modo de sentir la realidad.
Esta gran imaginación dramática, es el don de ponerse en el lugar del otro, simpatizando, queriéndolo, con sus cielos y sus infiernos, esta intuitiva solidaridad de almas de sangre y hueso que parte de la tragedia griega y lo emparenta con Edgard Lee Masters de la “Antología de Spoon River”, con Chejov y sus solitarios dramáticos, con los “descastados”de Bret Harte. El mundo le habla al hombre y Morosoli escucha ese hablar del campo por boca de sus últimos sobrevivientes, cuando el mundo todavía hablaba a los hombres de las cosas que realmente son. Es el viaje del alma hacia un tiempo primordial donde reinan los valores absolutos que dan sentido a una vida humana.
En el cuento de los Almada un hijo busca a su padre, que no conoce,. Es adulto ya, es toda una historia viviente de desamparo y soledad, pero viril en su tristeza, no juzga, no maldice, no insulta.
Destinos. Amor fati. La vida es una vorágine de pasiones y la libertad de elegir casi un milagro. Las cosas nos pasan y dejan su marca., sin que podamos hacer mucho para cambiarlas. No tenemos nada en nuestras propias manos.
En el cuento, el hijo, que habría querido conocer al padre, es sólo un irse de cabeza agachada. Otro trago amargo del que, seguro, nunca hablará con nadie. “Hombre de luto pa’dentro” es la imagen que usa el poeta Osiris Rodrígues Castillos, para describir el sufrimiento de un hombre.

Alguna vez les envidié esta felicidad, y sentí que en los simples y los humildes está a veces la poesía, y la van mostrando a medida que la sienten, no como un concepto, sino como un sentimiento inseparable de su vida. Y comprendí que estar cerca de ellos y saber recibirlos en su espíritu es una forma inefable de la fraternidad y del amor. Vidas que a mi me quedan para ayudarme a sentir mi propia vida, como una compañía dulce como la compañía de un árbol, o de un caballo, o de una nube. ( J.JMorosoli, “La soledad del escritor”)

Acaso uno descubra en un escritor que hay un alma, y quiera saber qué hay en el alma de ese escritor, acaso para saber un poco más de la propia. Es como si mi alma y la suya se encontraran en el lugar de la realidad de donde fluye cada una de nuestras vidas.
¿ Qué es lo que despierta mi simpatía en los libros de este escritor?
No es sin duda el paisaje campestre y sus personajes de otra época, no meramente.
Tampoco es ese estilo de ser uruguayo que se respira en sus páginas, y que yo admiro.
Es sobre todo el halo bondadoso que circunda su visión del mundo y del hombre, algo radicalmente a contracorriente de las pesadillas literarias que cundieron en la narrativa de los 50 y hasta hoy. Pero el nihilismo, el tedio, el cinismo y el asco le fueron ajenos.
Sé que si no llego a su concepción central, a las dos o tres preguntas primordiales que lo habitaban, las palabras con las que yo hable de él serán una lengua muerta. Keats encontró una poesía del corazón y una poesía de la imaginación que a mi se me dan juntas en Morosoli.
Por la imaginación se vuelve a ese mundo espiritual de las realidades últimas, a una zona sagrada.
Son el gaucho y después el hombre de campo y todos esos seres solitarios con una historia a cuestas, que arrastran sus calvarios con dignidad inusitada, y que viven cerca nuestro sin que nos demos cuenta. Morosoli los veía, los sentía, quizás él mismo era un trashumante de almas agobiado por penas, por añoranzas que no se confían en rueda de amigos.
Nostalgia y melancolía delatan un deseo de absoluto. La nostalgia de un pasado mítico, transformado en arquetipo.
El campo era el lugar que conservaba los ritos, las ceremonias de consagración que iban desapareciendo en el mundo moderno. Todavía, ¡ alabado sea el Señor! en ciertos espacios naturales que no han sido “parquizados” se perciben, se sienten las cosas como obra de la creación divina. En Morosoli sería ese territorio físico y moral entre las calagualas y el Penitente.
Los dioses del río, de la piedra, de la sierra y el mar, sus ángeles y sus demonios no desaparecieron del todo pese a la poderosa marea positivista que corrió sobre la cultura uruguaya.
Hay una realidad espiritual que da realidad a lo material: tierra y cielo.
“Nostalgiosa llevo el alma”, cantaban en épocas folclóricas “Los Fronterizos”.
Redescubrir el ritmo profundo del mundo y de uno mismo en la soledad del campo, sentir el día y la noche, el invierno y el verano, es una forma de reintegrarse a la vida arquetípica. Y el hombre no puede vivir más que en un espacio sagrado. Existe una íntima solidaridad entre la vida consagrada y la salud del hombre.
En sus cuentos “Las mortajeras”o “ Las rezadoras” de los entierros rurales, Morosoli está reactualizando mitos, porque en esas costumbres campestres se cumplían los ritos que nos fundan y así, abolido el tiempo profano, pasajero, se accede al Tiempo de los dioses, de la creación divina del mundo y de los hombres, donde todo es perfecto y eterno.

Era una mujer que no tenía precio para hacer llorar bien una muerte.
… Vamos a darle las gracias a Dios por el primer día de cielo del finado.
…Levantaba los brazos y entonces se hacía grandota de alas.
…Apagá las velas le decía a la despabiladora.
… Cierren los ojos para que Dios recoja l’alma del finado- ordenaba.
La campana de la iglesia parecía soltar las palomas, que salían volando campo afuera.
…El rezo – el quinto del Credo – se iba apagando.
…Padre todopoderoso… y Natividad recogía el trocito de cedrón tomando el rezo…. Ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.
…Aleteaban los brazos tirando agua santa sobre el muerto.
(“La rezadora” del libro “Los albañiles de los Tapes”)

La experiencia religiosa de las poblaciones rurales se nutría de lo que podría llamarse “un cristianismo cósmico”dice Mircea Eliade.
Ciertos lugares, las cuchillas, ríos, cañadas, ciertos puentes, el campo, morada de los antepasados, lugares que el amor ha tocado para siempre, son cosas santas. No todos los hombres lo ven., sólo aquellos suficientemente humildes para recibir en su pobreza la hermosura de las cosas. Y Morosoli tiene ese don.
Sabe ver en los hombres y sus vidas los gestos ejemplares y paradigmáticos que se repiten a lo largo de las generaciones humanas.

Los hombres, los días y los años se iban sin tocarlo, sin rozarle el alma, que él tenía sólo para los domingos del monte.
¡Pero que un monte es cosa linda! –
Era una cosa linda que él poseía en silencio, domingo a domingo, mientras se le iban los años y se le iban los hombres.
Era una cosa linda que lo poseía a él, sorbiéndole los ojos, entrándole una pereza gozosa, poniéndole en las venas una beatitud de miel espesa.
…Más que el monte era el campo lo que le gustaba ahora.
Estaquearse en la solana infinita, mirando las nubes que a veces le cruzaban sobre los ojos semicerrados una sombra caminadora.
Abrir y cerrar los ojos para que le quedara entre frente y nuca una como flor de cardo, roja y temblante.
(“Andrada”, del libro “Hombres”)

El valor religioso de la nostalgia. ¿Qué se añora en el paisaje de la infancia, en aquellos días “mejores”?
Nostalgia y melancolía parecen hermanas. Y la melancolía, dice Guardini en su libro sobre Kierkegaard, es la extrema nostalgia del hombre que, en la tierra desea y llora el cielo.
Lo que se descubre en los cuentos de Morosoli, son vislumbres, como pedacitos de la historia primordial, esos acontecimientos decisivos que algunos llaman los orígenes, otros el Génesis. Y que alimentan la vida de un pueblo, y de cada hombre en particular.

La nostalgia es siempre un regreso hacia hechos acaecidos. Una forma pasiva de descontento. (Morosoli “La soledad del escritor”)

Sin teorías ni vocabulario incomprensible, Morosoli “ve”un escenario ejemplar, la abertura que comunica el tiempo de aquí y ahora con el otro, el Gran Tiempo, el de los antepasados, los héroes y los dioses.
Hay una edad de la vida en que uno entiende que muy pocos y milagrosos son los afectos profundos, de cuerpo y alma, enteros, y que haber conocido esto alguna vez es ya algo como para considerarse dichoso.
La emoción del asombro, del entusiasmo, el hecho mismo de maravillarse, de admirar, de gozar noblemente por una mirada, por un gesto, una caricia, por tantas cosas calladas pero que se sienten, por los dones pequeños que siempre, en cada vida surgen, así nomás, sin pensarlos ni buscarlos.
Para el Andrada del cuento, “aquello”era el monte.

La experiencia mística puede sobrevenirle a cualquiera que tenga el sentido de lo sobrenatural y me parece que en el mundo de Morosoli esto sucede sin que nadie se percate, como una rareza tranquila.
Lo que a mi, lectora, en el año 2014 de la revolución industrial y tecnológica digital arrasante, me toca y me conmueve de estas historias contadas de tal modo que son indudablemente verídicas, es que rescatan, en hombres y mujeres que de otro modo serían ignorados y menospreciados por ignorantes, inútiles, haraganes ( y no pocas veces criminalizados), una riqueza y una distinción moral y espiritual que los eleva muy por encima de la uniformidad y vulgaridad de las masas de clase media actuales.

“No me olvides” y “Promesa”, tuvieron amores. Y así Peloche crea el refrán, pone en marcha el refrán. Se evade de lo cotidiano creando refranes, sentencias. Es que él es un poeta inyectado en un razonador. En él, el canto, además de ser una “facultá”, es una necesidad. Y una venganza sobre la realidad, esta realidad gris que le hace andar por las calles comprando botellas vacías. Peloche es la vida que obliga a agachar el lomo, y es la vida que ríe del lomo agachado.

Andrada y el monte se entendían en silencio. En el silencio hablaban solos.

En la moderna unanimidad asfixiante y tiránica, los personajes de Morosoli son hombres y mujeres únicos, singulares, que viven sus destinos propios con una simplicidad de intención que se acerca mucho a la inocencia.
El escritor colombiano Nicolás Gómez Dávila dice en su libro de aforismos”Escolios para un texto implícito”: “La tecnificación moderna de la agricultura destruyó la sociedad agraria. Transformó una manera de vivir en un simple método de medrar”.
Desde mi reencuentro feliz con la obra de Morosoli, he venido releyendo algunos autores que creo son del mismo linaje. En ellos la melancolía y la tristeza van unidas a un intenso goce de la hermosura, y a la alegría íntima que es consecuencia de esto. Feliz ida y vuelta diaria del tiempo profano al tiempo sagrado, figura de la sensibilidad humana. Tiempo sagrado que es el de las cosas santas.
En el entrañable “Allá lejos y hace tiempo” de Hudson , dice así: “Yo puedo afirmar de mí mismo, respecto a tal facultad y emoción primitiva – sentimiento de lo sobrenatural en las cosas naturales, como lo he llamado – que estoy sobre terreno seguro y por la misma razón la sensación no ha dejado nunca de sobrevivir, y agregaré ( probablemente disgustando a algún severo lector ortodoxo) que estas cosas, triviales para muchos no deseo dejarlas a un lado.
… Me regocijaba disfrutando de los colores, de los olores, y de los sonidos, del gusto y del tacto. Hacíame feliz el azul del cielo, el verdor del campo, el brillo de la luz del sol en el agua, el sabor de la leche, el de la fruta, el de la miel; las emanaciones de la tierra seca o húmeda, las caricias del viento y el repiqueteo de la lluvia, el aroma de las hierbas y de las flores, el solo roce de la brizna de pasto. Embriagábanme de placer ciertos sonidos y perfumes y, sobre todo, ciertos colores en las flores, en el plumaje y en los huevos de las aves, como la lustrosa cáscara purpúrea del huevo de la perdiz.
Cuando, cabalgando por la llanura, divisaba un parche de verbenas escarlatas, en plena florescencia, cubriendo en un área de varios metros la superficie de la tierra húmeda y verde abundantemente salpicada con las brillantes flores, me tiraba al suelo con un grito de júbilo.”

Morosoli excava en la memoria uruguaya donde perdura ese pasado mitológico que es matriz de la imaginación y fuente de fuerzas espirituales salvadoras. Esa nostalgia es condenada por los fundamentalistas del futuro (que es lo mismo que decir los que hacen un ídolo del progreso económico), como herejía máxima.
La crítica uruguaya Carina Blixen afirma que más que por el censo que hace de la realidad, la literatura de Morosoli importa porque desata en el lector un juego de pulsiones emotivas. “Hay en Morosoli una búsqueda de la simplicidad, de la expresión directa que no armoniza con la palpable condición de producto elaborado de sus cuentos. Hoy estos no interesan porque rescaten una forma de vida del Interior, o porque se busque en ellos las raíces del ser nacional, importan por la fuerza de la emoción que siguen transmitiendo”.
Bendita sea esta sabia emoción que viene a darnos esas felices horas en que sentimos la belleza del mundo. Ellas son un seguro antídoto contra la abolición del hombre que nos amenaza y nos acosa en estos siglos oscuros, cuando aumentan ostensiblemente las comodidades y decrece la civilización.
Unamuno en su libro “Almas de jóvenes”habla de devolverle espiritualidad al pueblo. “Que no deleguen. Que el pueblo no delegue lo íntimo del espíritu; que se frague por sí mismo sus esperanzas y sus consuelos.
A la sabiduría espiritual no se llega sólo por la ciencia intelectual. Elevarse por “salto”, de la naturalidad a la espiritualidad. El intelectual enseña lo que ha aprendido. El poeta, el espiritual, enseña lo que es, enseña su propia alma. Todo hombre sirve a todo hombre.”

Prefiero al novelista inocente o apasionado que, empujado por fuerzas que ni siquiera intenta conocer, entrega su fraternidad o su piedad, o su odio, al drama de las demás criaturas.

La primera vez que lei a Morosoli supe que había llegado a una tierra fértil, muy bella, necesaria, y que conmoviéndome, me elevaba.
Escucho en sus libros una voz a la vez familiar y extraña, que viene de recorrer largos caminos con una voluntad maternal de creación y reconciliación, una voz de hermano mayor, como diría Ignacio Navarro en su libro “La alegría invisible.”
Morosoli, evocando seres, lugares, hábitos, formas de hablar, vuelve a dar vida a algo que está en el origen de los tiempos y en el fondo de cada hombre, y que es un modo de sentir la realidad.
Octavio Paz dice que todo está”ungido”, y que hay hombres que saben esto y lo ofrecen generosamente en sus obras para deleite común.
Acaso en el universo de Morosoli, como en el de Juana de Ibarbourou y en el de Liber Falco Dios no haya desaparecido del todo.
En el poema “La nueva esperanza” dice la poeta uruguaya :

“Llegas a pasos lentos. Una fragancia leve
Te precede. Yo pliego las manos y te acojo
Con un gesto asombrado de mendiga. No tengo
Siquiera el valor de levantar los ojos.”

Y en “Ïnvitación”de Liber Falco dice así:

“ Tengo un atajo en el cielo
Por donde sólo yo paso.
Pero hoy tú vendrás conmigo,
Conmigo vendrás del brazo.
Tú, muchacha, y mis amigos,
Todos iremos del brazo.
Tengo un atajo en el cielo.
Vendrás tú, iremos todos.
Todos iremos del brazo."

En “Cositas de la calle”, dice Morosoli: Burrito de mis recuerdos buenos. Yo siempre tuve mi amor religioso, atado por un poco de ternura romántica, y por eso me suavizaban más la contemplación de las comuniones de niños y los retablitos de aldea, que las graves disertaciones teosóficas.
Tal vez podría decirse de Morosoli lo que Real de Azúa llama”esa falta tan española de adaptabilidad a lo moderno, esa feliz inadaptación a los valores no trascendentes, esa intolerabilidad a las categorías del capitalismo predatorio”.
Ojalá no nos dejemos arrebatar esa virtud extraordinaria – habrá que convocar todas las fuerzas espirituales, morales y religiosas - para los tiempos que corren, tiempos que nos arrastran en desenfrenada y ciega carrera hacia la mecanización robotizante de las relaciones entre los hombres.
En el libro de Oscar Brando “Leer a Morosoli” (que es una justa recreación del mundo en el que vivió el escritor ), se cita una crítica de Domingo Luis Bordoli sobre la novela “Muchachos”: “Si por imaginación entendemos la creación de un mundo fantástico, la subversión de un orden real o el mero enredo folletinesco, sin duda alguna que, entonces, sólo en grado muy ínfimo poseemos esa facultad. Pero nuestros escritores nos han ofrecido y hay ejemplos, precisamente en estos vagabundos de Morosoli, una capacidad de “ensoñarse” con las cosas; de verlas así, puras, solas, casi irreales; de verles su temblor en el mundo, sin menoscabo de su objetiva realidad, y hacerse uno un poco sueño al verlas… Podemos notar una especial aptitud para el asombro; para ese tipo de contemplación que deja al hombre, suspenso y primitivo, extraño a su propio mundo y, sin embargo, más que nunca, criatura terrestre”.
Hay un modo de sentir, de ver, de intuír y de decir las cosas con robusta ternura que me hace emparentar a Morosoli con Osiris Rodríguez Castillos, con Hudson, con Liber Falco.
Alta poesía.
De Osiris, estos versos: “Y ambicionaba el arrullo milenario de mi río/ para hacer el viaje mío con la música del suyo”.
Mario Arregui dice sobre Liber Falco “Era el hombre más bueno que he conocido.” Y pienso qué lindo el hombre merecedor de este epitafio, y qué lindo el hombre que supo reconocer, vivir y gozar esa bondad del poeta y amigo. “Falco era un agradecido. De alguna manera agradecía todo, desde la luz del día a la negrura de las noches, la amistad de los amigos, el frío, la lluvia, el mundo entero… El hombre Falco fue un recatado que – repárese qué singular es esto en nuestros días- nunca condescendió a que sus desesperanzas lo representaran, a mostrar sus amarguras, a usar sus dramas como monedas”.
Aunque diferentes entre sí por la índole de sus aventuras personales y de su expresión estética, estos escritores pueden, no obstante, dibujar el rostro, la fisonomía de un tipo humano y la índole de un escritor como el que fue Morosoli.

Se trata de un encuentro, el encuentro con cierta manera de vivir una vida humana en el gozo de la amistad, sintiéndose hermano, admirando en cada hombre- sobre todo en los que menos resaltan- su tesoro de dignidad, de generosidad, su saber llevar las largas y hondas penas. Eso que les da a los personajes una estatura heroica, modesta y sencillamente heroica.
Como en los “Cuentos californianos”de Bret Harte, aquellos hombres y mujeres que vienen de ninguna parte, arrastrando no pocas veces secretos inconfesables y que siempre terminan mostrando una enorme capacidad de amor y de sacrificio, naturalmente, sin necesidad de apelar a ningún credo que lo autorice, lo ratifique o valide. Hay algo en todos los hombres que no se explica por la moral, porque la trasciende.
Dice Morosoli: Los hechos líricos dan la medida de la sensibilidad de un tiempo. Costumbres, hábitos, caracteres y modalidades son revelados indirectamente por el escritor o el poeta, que, sin pretender hacerlo, está creando una forma de museo. Estos son los testigos de la historia – donde las cosas no viven por su objetividad, donde todo es sustancial, esencial. El mundo de hoy con su transcurrir trepidante no nos ha quitado cierta tranquila alegría de ser sencillos y lentos, y aun preferimos algún rincón tranquilo para la charla, lejos del café con jazz y altavoz. Aún sabemos perder la noción de que vivimos, dejándonos estar bajo un árbol o cerca de una cañada juguetona, integrados sin saberlo al gran concierto de la naturaleza. El gran drama del hombre de este tiempo es tal vez el haber perdido la facultad de sentirse vivir viviendo íntegramente en el ocio divino. Lo que la gente llama perder el tiempo es acaso una de las mejores facultades que aún nos acompañan a los que no estamos totalmente conquistados por las nuevas normas de vida. Quien tiene el verso en el espíritu tiene la conciencia de que lo espiritual es lo que cuenta.

La raza de Morosoli, la de los que ahondan en las entrañas de su tierra, de los hombre y mujeres que la habitan, dándonos así un conocimiento de lo que es lo universal humano. Y aunque esos retratos no sean siempre verdaderos históricamente, o no del todo, ese sentido de la vida tan angélico, esos modos de sentir y actuar que ya no tienen vigencia – no obstante, son verdaderos en el plano espiritual.

Acuciar a los demás en el deseo de las búsquedas felices es también una forma de revelar.

Así vivió Morosoli, “catando “ almas. Murió joven en el año 1957.
Fue autodidacta. Tuvo varios oficios. Finalmente fue propietario de una barraca, donde se vendían materiales de construcción. Nunca fue orador profesional, dio muchas conferencias para lo que necesitaba preparar por escrito lo que quería decir. Se casó. Tuvo tres hijas. Tuvo amigos, algunos fueron poetas.
Morosoli exalta el valor del hombre. Porque los hombres, cualquiera de ellos, cualquiera de esos “vivientes” que Morosoli salva de la muerte, y que son los que viven en las afueras del pueblo, "insignificante" para la ruidosa vorágine social, ellos tienen alma. Es ese algo más. Una grandeza elemental, virginal a la que el escritor presta amorosa atención.

El gaucho es una mentira. Una mentira que se traga la gente… El pobre gaucho en la actualidad es una ruina. Lo derrotó la civilización. Vicios y enfermedades hacen presa en él. Yo canto al gaucho, pero para mi, el gaucho de hoy es el hombre rudo, dominador del silencio, vencedor del sufrimiento. En una palabra yo exalto el valor del hombre.

No voy a hacer de Morosoli un retrato prolijo, lo convertiría en monumento petrificado. Estoy recordando estas palabras suyas de "La soledad del escritor":

Hay una forma de historia que podríamos llamar mínima. Por ella vamos entrando, corriente arriba del tiempo, conducidos por la evocación un poco melancólica de estos narradores de rostro vuelto. Tienen estos narradores la virtud de mostrar el hecho y el hombre que lo realiza. Era lindo hablar con don Felipe Montero.

Y así, a su manera, puedo decir que es lindo leer a Juan José Morosoli, un narrador cuya virtud es mostrar el hecho y el hombre que lo realiza, y que, como todas las cosas buenas y sencillas le agrega una alegría a nuestras vidas.
La mirada de Morosoli revela para todos el honor de las cosas santas.


Felicitas Casavalle

(Buenos Aires,1949), es escritora y ha publicado ensayos, poemas y cuentos.
“Las cosas que amamos”; “La isla de las bienaventuranzas”; “Lecturas Ejemplares”; “Diálogos callados”; “Cantos del desierto” y su último libro “Crónicas del Reino”.
En holandés hay dos libros suyos: “De gulle tijd” (“El tiempo generoso”) en colaboración con Raúl Rossetti y Robert Lemm, y “Donkere spiegels” (“Los espejos oscuros”).
Colabora con la revista “Amsterdam Sur”; “Criterio”; y el suplemento cultural del diario
“El Tiempo” (Azul, Argentina).