Cuentos

Mónica Cardoso

Paula

La primera vez que Naranjo vio a su hija Paula fue en un juzgado. No fue en una sala de maternidad, ni en la camilla de una partera, como conocen comúnmente los padres a sus hijos. No se conocieron desde el principio de ser padre o hija de alguien. Esa vez, Naranjo a sus cuarenta y cinco años, Paula a sus cuatro, aún no sabían que serían padre e hija.

Fue amor a primera vista, diría Naranjo a su amigo Juanjo años después. Vio a Paula por unos minutos y sus vidas quedaron decididas, aunque solo tomó conciencia de eso mucho después. Ese día él había ido al hospital, a conocer al último de sus sobrinos que acababa de nacer. El primer hijo de su hermano Paco, el menor de todos, de solo veintiocho años. El único que aparte de él, hasta ese momento no tenía hijos. Ese chiquilín que el mismo había cargado en brazos tantas veces, se había convertido en padre. Eso le provocaba sentimientos encontrados.  Ahora era el único de los hermanos que no tenía hijos. Una angustia enorme empezó a oprimirlo durante esa visita mañanera. No quería, ni podía imaginarse otra navidad en casa de sus padres. Se sentía peor por no estar alegre como debía por su hermano, por necesitar salir huyendo del hospital como lo hizo después de inventar cualquier excusa. Cuando vio al bebito en brazos de su hermano se sintió aturdido, casi mareado y salió de la habitación casi sin dar explicaciones. Enfundado en el traje azul siempre impecable, la camisa blanca, los zapatos lustrados; atravesó el pasillo esquivando enfermeras y arreglos florales.  El pelo rojizo, rizado, engominado y peinado hacia atrás, dejó una estela de perfume que alborotó las hormonas femeninas a su paso. Sintió el estómago y el cerebro revueltos. No esperó al ascensor, buscó las escaleras que daban directo al estacionamiento del sanatorio y bajó con prisa los escalones de tres en tres. Apretó el acelerador y salió sin rumbo por la costanera con la esperanza de que el aire marino le limpiara  el malestar. Pensó en su casa grande, en esas seis habitaciones que el arquitecto diseñó para la numerosa familia que él y Gabriela planearon tener ¿Cuánto tiempo había pasado de eso? Diez años, doce. Pensó en todos esos embarazos perdidos, en los tratamientos infructuosos que intentaron en esta clínica y aquella. En todas las frustraciones acumuladas en esos años. Se le ató un nudo en la garganta; no la próxima navidad era más de lo que él podría soportar.

Después de dar unas cuantas vueltas acabó en la puerta de los juzgados penales, el trabajo siempre lo distraía de todo, le ocupaba la cabeza, le gastaba la energía. Fue derecho al mostrador a buscar ese expediente que había pedido en confianza para estudio el día anterior. Fue ahí, mientras esperaba en la salita previa de la oficina que la vio. La niña estaba sentada en un banco de madera antiguo, esperando algo o a alguien, tan inmóvil y callada que no notó su presencia hasta después de unos cuantos minutos. Ella en cambio se fijó en él desde que entró, miró sus zapatos negros bien lustrados. Lo vio acercarse taciturno al mostrador y saludar amable a la receptora que fue a buscarle el expediente solicitado. Lo miró de arriba abajo y desde lejos sintió su perfume.

Paula era flaca. Tenía el pelo largo y desgreñado de color castaño claro y unos ojazos del mismo color que lo miraron con desconfianza, con una desconfianza aprendida hacia todos los que pasaban de su estatura. Usaba un vestido corto, viejo y sucio de un color indefinido y zapatos que le quedaban grandes. Los brazos y las piernas tostados de la intemperie, tenían manchas que se confundían de mugre y moretones.

Se miraron, se sonrieron, no fue mucho lo que se dijeron, casi solo los nombres. Él le aclaró que se llamaba Gonzalo, pero que todos le decían Naranjo por el color de su pelo. Se quedaron viendo unos momentos que duraron horas. Así recordaría después Naranjo ese momento. El hechizo duró hasta que la receptora se asomó por el mostrador con el expediente en la mano y llamó al doctor Aguilar. El se acercó, firmó en el libro de permisos, recogió el expediente que le entregaban y agradeció. Antes de irse volvió a despedirse de la niña y como recordando algo repentinamente se tanteó el bolsillo y sacó un paquetito de confites que siempre llevaba encima y se lo dio. Ella lo acepto, se saludaron, fue todo.

Nadie hubiera imaginado que la próxima navidad la pasarían juntos, que aquel encuentro mínimo sería el prólogo de una cadena de acontecimientos que los uniría para siempre, que estaban destinados a rescatarse uno al otro. No podían saber ese día que Paula sería la primera de tres hermanos, que llegarían para llenar la casa grande de Gonzalo y Gabriela. Solo hubo algo extraño que Naranjo recordaría después sobre ese día, y fue que al salir del juzgado la angustia se le había disipado. Por una razón incomprensible estaba contento.



Versión cuento infantil

Caperucita se internó en el bosque por el camino que llevaba a la casa de su abuela. Como cada semana, desde que la anciana cayó enferma, la niña había organizado  pasar la tarde del sábado con ella.

Iba un poco retrasada y esto le preocupaba, pues la distancia a recorrer era larga y debía regresar a casa antes del anochecer. Es que había perdido demasiado tiempo en vestirse y peinarse; combinando los colores de la falda, las medias, y las cintas de sus largas trenzas doradas. Que si el azul con el amarillo iba bien, o con el rosa, pero había olvidado un detalle: la capa con caperuza roja. Esta volvía inaceptable la combinación de atuendo elegida. Así que, cuando ya tenía decidido el conjunto, vuelta a empezar de cero y a probarse frente al espejo de su habitación.  Al fin se puso una linda camisa blanca y una falda roja del mismo tono que la caperuza. Completó el conjunto con zapatos y medias blancas, sin olvidar las cintas rojas en las trenzas que colgaban hasta su cintura.

Otro tanto demoró en preparar la canasta con la merienda. Caperucita ponía un particular cuidado en ello pues el contenido debía servir para dos fines a cual de ellos más importante. Uno provocar la felicidad de la anciana que se deleitaba al ver la variedad de pastelillos y confituras que la nieta le llevaba. El otro, satisfacer el hambre que la larga caminata le provocaba. Esto último era fundamental: por nada del mundo quería perder el aspecto lozano y regordete de sus mejillas, resultado de su gran apetito y buen comer. Aún cuando sabía que no le vendría nada mal perder algunos quilos que sobraban en su prominente panza, no podía soportar la idea de privarse de los manjares a los que su paladar estaba bien acostumbrado.

Con tantos aprontes había salido de casa un poco tarde y debía apretar el paso. Si oscurecía antes de que regresase tendría que cruzar por el bosque a oscuras, lo que podía exponerla a diversos contratiempos y peligros. Podía engancharse con alguna rama y rasguñarse, estropearse la capa o la falda,  pisar terreno blando o el excremento de algún animal y ensuciarse las medias y sus lindos zapatos blancos. O peor aún;  podía tropezarse con alguna raíz o alguna piedra y toda ella cuan pesada era, rodar por el piso y que le pasasen todas esas calamidades de una sola vez y sin remedio. Hizo una mueca de asco al pensarlo.

¿Y si se lastimara una pierna y se quedara tirada en el bosque por horas muerta de hambre y de sed? La sola idea de de semejante catástrofe le dio terror.

Apuró el paso. Hacía un poco de calor y sintió que su cuerpo transpiraba debajo de la capa. Se detuvo en el tronco de un árbol seco para beber un poco de refresco que había puesto en la canasta y al abrirla, el aroma del contenido la arrasó. Sintió el olor del pollo asado, del jamón, del queso, del pan fresco con el cual unas horas antes había preparado aquellos bocadillos. De pronto le pareció que su almuerzo había sido muy liviano y como una fiera salvaje, como tantas veces, el hambre la acechaba otra vez.

Suponía que lo mismo les pasaba a todas las personas, no solo a las niñas glotonas como ella, a las personas grandes también. Que era una necesidad manejable como todas las necesidades biológicas. Lo cierto era que cuando llegaba el momento y el apetito se presentaba, Caperucita sentía que ya no era la misma. Se preguntó que ocurriría con esa especie de fiera que era su otro yo hambriento, si alguna vez no tenía a la mano los alimentos para calmarla. Se imaginaba esa parte de ella como un lobo salvaje, podía sentirlo ahora mismo escondido, acechándola detrás de esos árboles, dispuesto a devorar lo que fuera hasta saciarse. Pensó que en una situación crítica hasta podría llegar a comerse cualquier animalito del bosque, incluso crudo y sin aderezo alguno. Tal era realmente su hambre cuando se apoderaba de ella, la convertía en un animal feroz, capaz de cosas inimaginables para la Caperucita que todos conocían. Con ganas engulló tres emparedados frescos de un tirón, luego cerró la canasta que dejó intacta como cuando saliera de casa y emprendió el último tramo de su viaje.

La casita de piedra de la abuela apareció ante su vista. Miró unos segundos más hacia la arboleda y supo que la fiera, ya satisfecha, se había metido otra vez en la espesura. 



Mónica Cardoso Díaz

Uruguay(1969). Es abogada. Fue docente en la Facultad de Derecho Udelar. Trabajó en organizaciones feministas y en la intendencia de Montevideo en programas de atención directa y prevención en temas relativos a la agenda de género. Ha trabajado en la edición de documentos y manuales de atención y capacitación con perspectiva de género y publicado artículos sobre temas relacionados a la condición de la mujer en las Revistas Lex de Uruguay y Derecho de Familia de Argentina. Fue asesora del Viceministro de Educación y Cultura. Desde 2010 es Secretaria General de la Biblioteca Nacional de Uruguay y desde 2013 Secretaria Ejecutiva del Consejo de Derechos de Autor de Uruguay. Participó en el Libro 22 Mujeres +,de Irrupciones Grupo Editor en 2012 (escritura de mujeres) y escribió Las uruguayas en el bicentenario de la colección Nuestro tiempo, Comisión del Bicentenario, Ministerio de Educación y Cultura, Montevideo, 2012.

Foto: Nancy Urrutia