Cuentos

Amílcar Bernal Calderón



Fotos en la pared

Tengo una foto de mamá y otra de mi hija, pero de esta última, la más joven (en la que el pelo le cae castañamente, como una catarata) no voy a hablar ahora que soy niño, pues debo serlo para poder encontrarme con mi madre. Sólo cuando vuelva a crecer podré hablar de mi hija, pero creo que siempre será tarde.

Usted abre la puerta de mi casa y mamá posa, yo ahora la miro, al fondo de la sala, a la izquierda, en diagonal a la foto donde estoy sentado con mi nieto menor. Tiene, además de unas canas siempre recién nacidas, cinco truchas colgando de una cabuya que las atraviesa por las agallas, y está de pie en una leve pendiente llena de maleza sepia, como todo su mundo, rodeada de unos arbustos sin estirpe. Atrás, bajando hacia el fondo de todo, después de una quebrada imaginaria y volviendo a nacer a la luz, una montaña perezosa se protege del frío con algo así como cincuenta y cuatro años de tiempo, tejidos con un césped deslucido. Mamá era tan buena que esas quebradas frías se inventaban truchas para que ella volviera a la casa con pescados. Y ostras de agua dulce del río Opia, al sur, sudando infiernos, pero ése es un asco pretérito en mi boca que no soporta este renglón. Nosotros, los Bernal Calderón, somos pescadores en todos los olvidos, y cada vez en menos recuerdos.

Mamá siempre estuvo a punto de morirse, porque las madres verdaderas, sobre todo para los hijos varones, siempre viven infinitamente menos de lo que las necesitamos. De hecho, después, cuando nos atrevemos a ser el personaje de una novela o el actor de la mejor película, escogemos para casarnos a la que más se le parece, y entonces algunos, los afortunados, gozan del latifundio de tener dos mamás. Yo no clasifiqué para ese premio. Las hermanas siempre son más valientes que nosotros, y por eso serán las mamás de los cobardes del futuro, que pernoctarán en sus barrigas como globos inflados con apenas unas pocas gotas de leche de nosotros.

Mamá es ahora más chiquita que yo, porque el tiempo a veces enloquece. Podría regañarla si no me lava bien las orejas, hoy que ya casi nada existe para cobrarme la osadía. Ella murió a sus cuarentaitrés años, una mañana de clínica amarilla y luto verde, cuando se puso de moda que el amor se filtrara por el catéter de su brazo y todo se fuera hacia su adentro disfrazado de última sonrisa. Soy veinte años más viejo que el último día de mi madre, y no sé qué hacer con tanta eternidad.

Escribo esto para que las niñas sepan que tienen que cuidarnos. Porque algún día, cuando el tiempo enloquezca y nosotros seamos más viejos que sus recuerdos, nos vamos a poner a llorar tinta mirando sus retratos, tan huérfanos y viudos como una cabeza que cortaron y sigue por ahí, buscando una razón para los días de luto que seremos.



El último tango

Quizás como quien descifra uno de los jeroglíficos donde se esconde el amor para engañar a quien lo espera ansioso, en la mitad del tercer tango (Uno busca lleno de esperanzas el camino que los sueños prometieron a sus ansias) la cantante se dio cuenta de que ese espectador era especial.

El frío, acuclillado entre las sillas oxidadas de ese teatro que tenía contadas sus funciones, había preferido entrar a escuchar música en lugar de quedarse callejero y blanco entre las alas del invierno de Twersk, al septentrión de todos los mapamundis conocidos. Diecinueve de los veintitrés asistentes eran gamines ruidosos que habían entrado sin pagar, huyendo del frío. Los demás, el espectador especial, que pagó en monedas de hielo por un lapso bajo techo mientras decidía su paso siguiente, y los tres directivos de la compañía de espectáculos, que pagaban con sus vidas por esta última función, ocupaban sus sillas en silencio y parecían gozar del espectáculo.

Un albur dentro del desorden del cambio climático había determinado que los hielos finales fueran a parar a ese puerto arrastrando los vientos más fríos del siglo, para morir matando, y ese era el último día en que la gente podía salir de sus casas. Nada se hablaba sobre el futuro en el informe meteorológico, pero algunos científicos creían que éste era el fin del mundo: sólo perdurarían las bacterias resistentes al hielo y, en algunos casos por azar, los metales absolutos resistentes al calor.

Tenso y atento como el sordo que sospecha el temblor de un labio, el espectador especial estaba sentado al borde de la silla: a su alrededor los recuerdos eran como abejas que susurraban en esta música, con esta letra y esta voz, el mismo tango que su madre cantaba en esa sala remota de la infancia, cuando las primaveras se creían eternas. Y la nostalgia lo llevó, cálida y última, al niño que fue.

Nadie informó a la cantante, al contratarla en ese cafetín de Buenos Aires, “donde van los que tienen perdida la fe”, que ésta, además de la primera, sería la última función. Estaban seguros de que a los cantantes no les interesan las noticias, y menos las graves: sólo cantan, no se preocupan. Le prometieron un contrato largo y unos jugosos dividendos por llevar a esas antípodas el aire de la pampa. Después, al llegar a Twersk, distraída, en la recepción del hotel, mientras pagaba tres meses por adelantado y solfeaba repetidamente la áspera melodía de una milonga traducida al idioma local, que el empresario exigía que cantara, no le pareció extraño que los botones estuvieran tapando los cuadros con telas, que los asientos del bar estuvieran patas arriba sobre las mesas y el café de los termos congelado, como la mano de los muertos. Estaba feliz porque al fin habían reconocido su talento y la habían sacado de esos bares truculentos de La boca, donde sólo “el alcohol engañaba al corazón”.

La voz de la cantante jugó con la mirada del espectador especial durante seis canciones más. Alguno de los gamines, el perspicaz, vio cómo en el aire se congelaban unas trenzas tejidas entre los hilos de la luz y los arpegios de esa música extraña, y creyó reconocer la esperanza en las miradas. “Después vendrá el amor a calentar el tiempo”, pensó.

Al salir, en la puerta se despidieron sus sonrisas. La cantante entró a un taxi que había abierto su abrazo y marchó en dirección a la hipotermia. El espectador pensó que por allá iban las cosas y torció hacia ese destino su paso siguiente.

Amílcar Bernal Calderón

Ingeniero mecánico pensionado dedicado a la lectura de literatura.
Escritor principiante premiado en concursos de cuentos y poemas
e incluido en antologías en Colombia y el exterior. Dos poemarios
publicados como premio en concursos en España y Colombia.
Publicado en periódicos y revistas de papel e internet.