-Macedonio, ¿me escucha?

 Isabel Steinberg

Adelanto de la novela -Macedonio, ¿me escucha?
de  Isabel Steinberg de próxima aparición

 

 

 

-Macedonio, ¿me escucha?

 

...Tuve que atravesar costosos análisis, largos tramos de soledad y angustia, caminos pedregosos de miseria económica, falsas operetas sobre el verdadero amor, lagunas de interrogaciones , siempre descalza, para recorrer un desierto de enigmas y llegar a una conclusión que no fue ni una brillante revelación ni una verdad redentora.  Solo fue una humilde conclusión. Nunca fui feliz, lo que se dice feliz. En mis relaciones amorosas. Sí fui feliz y sí amé, pero las dos cosas nunca tuvieron una convergencia afortunada.

 Jamás me sentí cómoda con las prácticas supuestamente trascendentes, con los modos dirigidos de respiración o con las posiciones de apertura espiritual. Algo de la sensación de lo ridículo y de la impostura siempre me privó del consuelo de esos ejercicios. Desde muy chica, mi única manera de perderme y encontrarme para volverme felizmente a perder fue la literatura.

 Lo intenté todo. Fui dócil con los instructores de yoga, llegué a cumplir con todas las órdenes esperando una iluminación; transité por la homeopatía buscando en la silicea respuestas más contundentes a mi angustia. Pero nada. Nada nuevo en el registro de la verdad. No podía avanzar más allá de los relampagueos fascinantes del inconsciente…más allá no había nada más que desiertos.

 Entonces me ocurrió una de esas secuencias en la vida que no pueden llamarse casuales, pero que tampoco merecen el privilegio de ninguna engañosa causalidad. Me pasó que me llamó un amigo que no veía desde los setenta, cuando todos éramos clandestinos de una manera u otra. Ese cuidado y respeto por nuestro pasado de sobresaltos estaba en el origen de su pudor: tenía vergüenza de buscarme y yo me di cuenta de eso. Cuando nos encontramos, vino con una vieja carpeta de cartulina celeste totalmente descolorida bajo el brazo, que conservaba varias hojas sueltas sostenidas por una banda elástica. En la tapa, escrito con birome se leía. Amores desdichados

 

 Las páginas, escritas en la Remington, amarillentas y borroneadas simulaban falsificaciones de estilos diversos.

 

 

 

 Mi primer amor fue afortunado. Me lo arrancó la muerte cuando yo tenía veinte años y él veintitrés. Para atravesar ese recuerdo solamente se me ocurrió un estilo: una suerte de  barroco, impregnado en las sucias aguas del Río de la Plata.

 Para ese amor muerto en la flor de la juventud, padre de todos mis infortunios, escribí un texto sin nombre.

 

 Más tarde, en una almibarada mañana convaleciente, me preguntaría sobre la verdadera razón del exilio. Más tarde recuperaría los necesarios atributos de la memoriosidad. Más tarde, cuando pudiera aligerar los propósitos de su mirada.

Ahora no había consecuencias porque no había actos. Suspendida entre los arqueados parpadeos de la memoria todo era estéril y rigurosamente vasto como la multitud apremiada en el solemne preludio del ritual. Recordé los pormenores de la razón: un dilatado reducto de buenos propósitos, de causalismos gozantes, de convergencias exactas entre el apremio y el ocio. Murmullos de confesionario, alabanzas e iniciaciones, quietud de las iluminaciones fervorosas, promesas al despertar de ser entera, sin ebriedad, sin despertar.

 Aquí estás. Te veo en mi sueño. Frente a ti, una enorme llanura de incandescente blancura. Tenés miedo, lo sé, y te zambullís para torearlo en unas cuantas sonrisas familiares, en un suspiro que promete eternidad, en los nombres y lugares articulados para entretener las demoras.

 Sí. Hay en este lugar una cierta aridez congelada, un cauto presagio de movimiento. Te veo enteramente suspendido. Adivino esa vieja mimesis de tus sentidos, ese mullido acomodarse de tus signos al paisaje. Imagino  tu cuerpo querido desandando poco a poco los colores,  tu cara resignada en el inútil gesto de lo metálico.

 Es el final. ¿Sabrás que ahora tiemblo?

 Pero no. O todavía no. Te levantás con la torpeza de lo inesperado, aturdido en cada movimiento ensayado. Cada paso titubeante me atiborra de presagios, de olores conocidos. No me mirás y atravesás la falsa pantalla que te cegaba. Tu primer pisada se marca en la blanca superficie lisa, iniciando una trama de invisibles hilos que parecen manejarte.

 Aquella chica, la del bolso anaranjado. Tus ojos se anudan por un momento entre el balanceo de sus manos y el círculo de sus caderas. Esa vieja vestida de blanco parece indicarte algo con su sonrisa. Tus ojos increíblemente brillantes se hunden como entre surcos abiertos al sol. El hombre que te saluda saca con urgencia de su bolsillo abultado lo que parece ser un almuerzo. Por el otro extremo se ve a un chico acercarse muy despacio; tu mirada se detiene en su blanco bastón de ciego. Ahora tu asombro  se refugia en una enorme mujer de labios color carmín y afiladas pestañas luminosas…sé que quisieras deslizarte entre su cálido aliento dulzón y amarillo.

 Sonreís. Esos dos nenes que arrastran trabajosamente  un baúl parecen gemelos. Te saludan desde su inquietante simetría, con un guiño de sus idénticos ojos izquierdos.

Ahora te siento inquieto frente a esa chiquita vestida de negro que te ofrece un ramo machucado de lilas resecas: es como si te mostrara el amargo vestigio de un desastre. Le das tu primer y vacilante saludo.

 Ahora, mi querido muertito, sé que buscás con avidez un refugio para el desconcierto y te agazapás para diagramar una lujuriosa serie de posibilidades. Leo en tu cara los gestos de todos los encuentros, de todas las seducciones, de todos los choques, de todos los desaires. Entonces te volvés hacia mí y repetís una vez más, lentamente, la misma pregunta.

 Todas mis agonías ensayadas mueren en la mampostería de lo genealógico, mis gestos y posturas no sirven para amilanar el terror. La tiranía de las secuencias sigue su curso. Ahora tenés que hablar, ahora tenés que llorar, ahora tenés que gritar. Apenas despierta, veo un conjunto de objetos vagamente familiares. El perfil de un contrabajo, aquel paraguas de mango violeta, tres repollos inquietos en postura vegetal y  un sobre seguramente cerrado y las curvas, las curvas que se conectan, se enlazan y reaparecen en una invisible operación de suministro. El fondo es verde, pero fondo y forma parecen confundirse y estallar con violencia en un rojo que invade, penetra y se desplaza bajo el suelo, dejando una sombra como de cubo descuartizado por lo negro.    Lo negro orilla la deformidad y sustrae nuevas formas, suspende laberintos para hundirse en el canibalismo de los vértices. Las paredes resisten solamente desde sus sonrisas planas y estúpidas para encerrarme en una única frase. Estás muerto. Mi amor. Enterrado para siempre.

 

 

 

Durante los meses que duró la relación con Norberto me sumergí en la lectura de Proust. Que me sumergí significa que me metí en el libro durante largas horas, como alojándome.  Por momentos casi me adormecía con la música proustiana. A diferencia de la lectura de Paradiso, de Lezama Lima, en la que también me había internado, vivir en Proust significaba estar por algunas horas en un refugio seguro durante esos meses, probablemente los más sangrientos de la dictadura, los más terroríficos. La coartada de leerlo en castellano, aún confiada en la excelencia de la traducción, me permitía pasearme por “En busca del tiempo perdido” sin tener que rendir tributo a cada palabra.

 En tono proustiano, escribí al despedirme de Norberto.

 

  Aquella primera vez, mi querido, no fui yo quien te buscó en las escaleras, como lo había hecho otra veces sin saber que te buscaba. Estabas en el rellano, quisiste hablar conmigo. Pensaba que hablaríamos  una y otra vez sobre lo mismo, pero me parecía imposible que en ese momento fuéramos en otra dirección y a dar unos pasos que nos llevaran a una conversación diferente.

 Supe, por tu mirada, que podríamos seguir descendiendo hasta llegar al subsuelo del hospital, donde nos reencontraríamos tantas veces, y que podríamos permaneces allí, si lo queríamos, varias horas, aturdidos por el traqueteo del ascensor, porque nadie repararía en nosotros entre el vértigo del transporte de cuerpos inertes. Lo comprendimos en cuanto llegamos en veinte pasos de total silencio. Las distancias, ya lo sabíamos, no son más que la expresión del tiempo y se realizan con él. Expresamos tantas veces la dificultad que tenemos para dirigirnos a un lugar, según un sistema de números o palabras que se hacen engañosos en cuanto la distancia se acorta. En el arte, sobre todo en la pintura, se trata de esto, ya que una figura se convierte en vecina de otra en un paisaje que no se reconoce. En todo caso, saber en aquel instante que había un universo en el que las cifras no eran exactas y en el que la línea recta no era el camino más corto entre un punto y otro, me hubiera sorprendido menos que escucharte decir que estábamos en el primer subsuelo, cerca de la sala de autopsias y que ese era el lugar en el que estábamos hace varios meses, como prisioneros herméticamente encerrados al mismo tiempo en el hospital Fernández y en la Esma, en el barrio de Once y en el Barrio Norte, en el Servicio de Salud Mental y en la morgue, en distintas celdas y en días diferentes, en la misma celda y al mismo tiempo, y en lugares en que nuestros ojos no podían posarse más que un efímero instante, liberados ahora por el albur gigante de las botas de siete leguas, en el momento en que todos los presagios, todos los ruidos, todos los gemidos de  dolor y las mudas fisuras del bisturí se unían en un coro letal y amoroso para anunciar nuestro matrimonio del cielo y del infierno en ese subsuelo de hospital..

 

 

 

 

En los tiempos de mi romance con Tulio solía imaginarme que él escribiría alguna vez, pensando en mí, una suerte de emulación de los papeles de Macedonio Fernández, seguramente cuando llegara a la edad de  sesenta o setenta años.

 

 Conocí a una muchacha. ¿Conocí a una muchacha? Sí: conocí a una muchacha judía cuando era joven, discretamente bella, amorosa, desventurada, trágicamente marcada a fuego a los veintipico por ese  silencioso heroísmo que nos es tan ajeno a los hombres. Más aún: desde que la conocí, desde que presentí su incandescencia luminosa, todo otro ser en la tierra me pareció sólo una sombra.

 Pobrecita, querida criatura herida!  Cómo te habían lastimado los hombres!  Y sería yo, hombre sin genealogía y sin pretensión de paternidad quien te ahorraría el esperar tanto como te hicieron desesperar los indignos, quien reencendiera tu luz e hiciera de tu vida esa otra vida que te fue hurtada…

  Continuaré pensando en Ella, en la eterna judía errante. Si estuviera Ella a mi lado, lo haría con la risa del tiempo, con esperanzas burdas y graciosas.

 Teníamos los dos tanta necesidad de reír!  Vagábamos sin rumbo por calles desiertas de ternura, sí, era a las cinco, a las diecisiete como suelen decir los que no saben que esas horas tienen un dulce nombre, la tarde. Sentados en un bar, nuestros pocillos de café temblaban de tanta ternura, y yo creía en la mujer. Entonces era un crédulo. Era el primer caso auténtico de mí mismo creyendo en la mujer. Fracasé como consorte, fracasé como prometedor de niños y hogares. Quisiera no haber fracasado como Eterno en su memoria.

 Debiera tolerársenos ya algún pensar nostálgico a los que tomamos la palabra sólo para escribir citas donde el pensamiento es esencial y no puede culparse al lector como en la Literatura Suprema de los suplementos de los diarios.

 A mis casi setenta años tengo que subir la escalera para buscar sus ajadas fotos, las de esa criatura infernal y divina. Si el final de esta aventura no es un final lazarocosta, y el Tiempo y el Espacio no me juegan una mala pasada euclidiana, rememoraré su rostro oriental, sus trazos de kohol bajo sus ojos y aquella mirada. ¡Aquella mirada! Aquella mirada que la hizo mi Eterna Judía .

 Todo esto lo digo sólo para presentar a una mujer que me hizo creer por un momento en las mujeres, que me engañó sobre la probabilidad infinitesimal de conocerlas aunque sea un poquito, por aquello de  que las matemáticas del corazón son tan irrefutables como inofensivas…

 

 

 

  Pedro, el hombre con el que transité  algunos de los últimos meses de la dictadura, era un auténtico arltiano. Pensaba, hablaba, dormía como en un capítulo de los Siete Locos. Toda su vida tenía el vértigo de un rabioso juguete a punto de estallar. Me imaginaba al separarnos  que bien podría haber escrito un texto en el que la deriva de Roberto Arlt no le fuera ajena ni desconocida.

 

  En realidad, ¿qué mierda estoy haciendo aquí? Tengo claro solamente que le estoy haciendo trampa a Dios, pero que al mismo tiempo represento la comedia de un hombre que no pudo escapar a la maldición de El. Las ráfagas de oscuridad y la sorda embriaguez de este porro se apoderan de mí. Quisiera violarla. Violarla en el sentido más común. Violarla para imaginármela muerta. Mis zapatos resbalan en el asfalto lustroso y podrido de Buenos Aires con olor a la podredumbre de los cuerpos en Malvinas. Violarla sería violar el sentido común, como el acto gratuito de quien mata a un hombre que se le cruza por la calle solo  para comprobar si es descubierto por la policía. Sin embargo…no es suficiente violar el sentido común para se feliz…

 ¡Bestias dormidas! Violar el sentido común sería sobrevolar este archipiélago de tenderos para mostrarles una nueva cara de la infelicidad, pregonar la audacia de ser alguien infeliz en este tugurio de inmundicias ingenuas y candorosas. Soy un desgraciado. Quiero matarla por el solo gusto del experimento. El proverbio “homo hominis lupus”, o sea, el hombre es como el lobo para con el hombre, dice una verdad grande como una casa. Yo le agregaría: “y para con la mujer”. Nos comemos los unos a los otros, con buenos propósitos o con malas acciones. No hay fulano que no trate de perjudicar a una fulana ni fulana que no se ejercite en el mismo deporte. Y algunos, unos pocos, somos tales hijos de tal para cual que, aún sin necesidad de hacerlo, lo hacemos igual.

  Violarla. Matarla. Me gusta este pensamiento tanto como a un guardiacárcel le gusta enviarle flores a su novia.

 

 

 

 

 El texto acerca de Gregorio parece inspirado en Margarite Duras. En un margen, escrito con lápiz negro, leo. Ver la ilustración de Gervasio Gallardo.

 Vagamente, muy vagamente, recuerdo una ilustración que siempre me recreó una poesía infantil: Mañana domingo se van a casar la paloma blanca y el tero real. Recuerdo que el novio tiene rostro de ave, bajo su mano izquierda enguantada asoma, al modo de  cola de frack, su plumaje oculto tras la ropa de gala. La novia es sólo  un enorme ojo claro y encandilante, de cuyos párpados pende el velo nupcial. Sobre el suelo embaldosado, dos zapatitos blancos se apoyan, vacíos. También recuerdo que esa ilustración fue el resto diurno de un sueño en el que G. aparecía  del brazo de mi madre, en una clara postura de festejo matrimonial.

Leo el texto escrito en mi Remington, con borroneos y espacios en blanco que seguramente alojaban mi desdicha.

 

 

  A falta de otra cosa…me paseo como sonámbula por la calle. He sentido dolor, en la puerta he sentido dolor. ¿Cómo evitarlo? He llorado por un amor muerto. He llorado por falta de amor. No inventé nada. Pero este dolor es distinto. No tengo ahora la ilusión de olvidar este lastre. Como cualquiera, como todos, conozco el olvido, pero ahora estoy llena de memoria. Necesito una memoria de piedras y sombras para olvidarte.  Te recuerdo. ¿Quién eras?, ¿cómo te encontré en esta ciudad del dolor? No sabés. Me mataste. Con más crueldad que la policía. Me mataste. Me hiciste desaparecer. Con más eficacia que los militares. Nunca te vi dormir. Ese es el amor desdichado. Cuando me hablabas me preguntaba si me decías la verdad. Me mentís. Me decís la verdad. Joven y loca en Buenos Aires en el ochenta y tres.  Me mata la idea de no volver a verte más porque me mataste. Mataste mis ganas de amar. Cuando él murió yo tenía veinte años. El veintitrés. Lo mataron. Ahí empecé a ser como todavía soy hoy. ¿Cómo soportar este dolor?- me preguntaba. A vos no te preguntaba, vos no hablabas. No me hablabas. Solo me queda la memoria de tu silencio. El mundo de los muertos ahogando el dolor por tu manera de matarme de abandono, de silencio.

 ¿Algún día saldré de esta eternidad? No veo mi vida que sigue, sólo tu silencio me sigue, como un servicio, por la calle. Es horrible. Tiemblo por haber sentido tanto amor. Me acuerdo de vos como de la historia del olvido de mí. Es probable que nos muramos sin haber vuelto a vernos. Lo que me quede de vida va a ser como el ejercicio de despegarme tus células muertas todos los días.

Sí. Estoy loca-. Doy vueltas y vueltas por la calle para encontrar el olvido.

Doy vueltas por la Plaza donde ellas acunan a sus hijitos desaparecidos. Me pregunto si no estaré buscando hacerme desaparecer.

-Sí. Estoy descalza. Como imaginamos a la novia  en esa ilustración que miramos juntos, aquella en la que los dos zapatitos vacíos estaban iluminados por un velo nupcial. Aquella en la que la novia estaba desaparecida, sustraída a la visión, sin nombre.

 

 

(Silencio)

 

 las voces de ellas monologando son las de una mujer penetrada ada-elena-eva en piglia reproducidas infinitamente por la máquina que redobla a molly bloom. macedonio eterniza a elena kafka a milena aman en ellas a las sin voz a las eternas muertitas que los parasitan. arlt no se avergüenza por odiar a la renguita Puig la araña a ella en un beso mortal ¡mujeres muertas en la flor del ojal! digo y al decir maldigo por tanto encierro funerario y al decir no estoy penetrada en la novela eterna ella es etérea no molesta su humedad mamífera etérea no molesta no extempora aturdida de soledad la mujer se inventa  un hombre que quepa en su mano y a menudo  ella cree que vive más en su conciencia que en la realidad pero nunca se lo dice no se lo dice nunca y si se lo dice él duerme siempre.

 

 

-Macedonio, ¿me escucha?

 


11Steinberg

 

Isabel Steinberg
Nació en Buenos Aires en 1954. Es psicoanalista. Varios de sus artículos y reseñas han aparecido en diversos medios de su país. Se desempeñó como docente en la Universidad de Buenos Aires, en la Universidad Nacional de Rosario y en el ámbito de los Derechos Humanos. Su libro "El malestar y la traición" (Paradiso,1995) reúne una serie de ensayos en torno a la relación entre la teoría psicoanalítica, la filosofía y el arte. Sus últimos escritos se interesan por la los vínculos entre la política y la subjetividad de la época.