GATILLO  FÁCIL

David Guichard

Dos horas antes de que una bala le entrase por el entrecejo, le atravesase todo el cerebro blando, y le saliese justo por debajo de una verruga que tenía en la nuca -idéntica a la que su padre y su abuelo llevaron en su día en el mismo sitio-, tomó la primera de una seguidilla fatal de malas decisiones. Lo primero que hizo mal fue levantarse con prisa de la cama después de una siesta dulce en la que había soñado con lo que solía soñar cuando estaba despierto. Se dirigió al baño para asearse y quitarse de encima los olores de la quietud y el sabor de la boca estancada y al entrar olvidó que había dejado una toalla tirada en el suelo después de ducharse esa mañana. La pisó con un paso fuerte, un tanto acelerado, cayó con todo su cuerpo de hombre pesado, y golpeó el suelo con el codo, que se le dislocó en el instante después de que durante una ínfima fracción de segundo sus pies permanecieran juntos en el aire. El dolor que sintió fue insoportable, punzante, fino, filoso. El ruido que hicieron el codo y la baldosa fría al encontrarse tan de golpe, también.

Su propio lamento dolorido fue lo que más lo asustó. Se vio tirado en el suelo gritando, porque el codo duele muchísimo, sintió el frío de las baldosas contra la mejilla y el calor de su baba cayendo por la comisura de la boca. Y el descubrirse llorando como un niño hizo que pensara en el teléfono, que estaba en la otra punta de la casa, y en llamar a una ambulancia antes de desmayarse del dolor y quedar ahí tirado, vaya a saber hasta cuando.

Se incorporó con la ayuda del brazo en el que no pensaba porque no le dolía y una arcada que le llenó la boca de ácidos estomacales le hizo doblarse en dos, como por reflejo, sobre el inodoro. Al tener el estómago vacío –nunca almorzaba puesto que era de los que cenan fuerte y luego duermen hasta tarde– una espuma amarillenta, un tanto fosforescente, flotó hasta que se deshizo sobre la superficie en calma de las aguas cristalinas del más hediondo de todos los lugares de la casa.

Al ir al fin hacia el teléfono notó que el brazo en cuestión le colgaba y no respondía a las órdenes de su cerebro. Confundido a causa de los calambres cortos y consecutivos que nunca dejó de sentir, marcó el número de urgencias. La operadora, una chica con voz de contestador automático, le preguntó varias veces la dirección de su casa porque la voz hiposa con la que él hablaba no era nada clara.

La ambulancia llegó manchando de luz roja intermitente el principio oscuro de aquella fría noche de invierno. Una chica joven, rubia, acompañada por un hombre con los hombros muy cerca de las orejas y una barba canosa que le ocupaba toda la cara y el lugar donde debería tener el cuello, y que llevaba en la mano una especie de caja de pesca donde guardaba lo imprescindible para llevar a cabo primeros auxilios, le dijo que ellos no podían hacer nada pero que lo llevarían al hospital.

– Pero, ¿no me pueden dar algo para que me deje de doler? –preguntó el hombre, con la cara desfigurada y empapada de lágrimas.

– No, no estamos autorizados para medicar en este tipo de casos –contestó la rubia mientras le  ajustaba al cuello el cabestrillo que le sostendría quieto el brazo en cuestión. 

Lo recostaron en la camilla que había en la parte trasera de la ambulancia y de camino al hospital el conductor encendió la sirena y el dislocado paciente sintió que el ruido estridente y su dolor sin tregua eran como hermanos. Es más, le parecía que uno salía de dentro del otro, como un hijo de su madre. Llegó a pensar que si apagaban la maldita sirena el dolor mermaría y se acabaría toda esa locura de parentescos incoherentes, pero no tenía forma de comunicárselo ni a la rubia ni al hombre sin cuello que viajaban delante junto a un tercero que conducía la ambulancia y a quien no le había visto la cara.

Al llegar, la rubia abrió las puertas traseras del vehículo y lo ayudó a bajar sosteniéndolo del brazo sano. Entró al hospital por su propio pie.

La rubia lo despidió y le dijo que esperara sentado hasta que lo llamasen.  La sala de Urgencias olía a vendas empapadas en yodo y a muerte, y a una especie de desinfectante que, al principio, al entrar por la nariz, parecía llegar hasta los ojos de todo aquel que lo respirara. Había sillas incómodas de plástico atornilladas a un tubo negro de hierro atornillado a su vez a las paredes, y en ellas permanecían sentados unos pocos pacientes esperando ser atendidos.

Junto a un muchacho que tenía la mano izquierda envuelta en un trapo completamente ensangrentado, había un policía. El hombre del codo se sentó junto a este chico y al ver la sangre ajena, al olerla, sintió que el dolor de su brazo iba dejando de ser el que venía siendo e intentó -sin éxito- moverlo. Ahora lo tenía como agarrotado, duro en la posición doblada que le permitía el cabestrillo que colgaba de su cuello, el cual también aunque a otro nivel comenzaba a dolerle. El haberse sentado justo al lado del joven custodiado por un policía fue otra de las malas decisiones que tomó en esa, su última hora.  

Al abrir el médico la puerta de su gabinete para hacer entrar a los pacientes vio a nuestro hombre sentado junto al chico de la mano ensangrentada, sentado junto al policía, y los asoció a los tres. Creyó que el policía los custodiaba a los dos. Entre tanto, otro policía entró en Urgencias. Venía para relevar al que estaba de custodia (con el cual no se hablaba a causa de una trifulca tonta que habían tenido durante el descanso de un partido de fútbol, solteros contra casados, en el que había jugado, tiempo atrás, todo el personal masculino de la comisaría). El recién llegado entró caminando a lo John Wayne, se sentó en una silla frente a los tres -el dislocado, el ensangrentado y el policía a punto de terminar su turno- y miró el reloj. El ya fuera de servicio uniformado se levantó y, sin decir una palabra, salió de la sala y se fue.

El policía recién llegado era un muchacho nuevo en el cuerpo, inexperto, asustadizo. Además de no enterado de cuál era la situación. También él, al igual que el médico, creyó que su deber era custodiar a los dos hombres junto a los que en este momento se sentaba.

El de la mano envuelta en un trapo ensangrentado era un delincuente de poca monta. Cuando digo esto quiero decir que como delincuente era un poco torpe y la verdad es que nunca había tenido mucho éxito. Lo tenemos sentado en la silla del hospital, junto a un policía que lo custodia, a causa de una herida profundísima que se acaba de hacer él mismo con el cuchillo con el que intentó robar a un taxista poniéndoselo en el cuello. Los taxistas de ciudades como esta están acostumbrados a este tipo de contratiempos y, a lo largo de los años, o les crece la valentía o se les achica el temor: no lo sé. La cosa es que, amparado por una pistola que guardaba en la guantera hizo bajar de inmediato al delincuente diciéndole que si no se lo cargaba en ese mismo instante era porque no quería manchar el tapizado del coche con “el puto puré de tu cerebro de mierda". Dicho esto,  acompañado por una fija mirada tranquila y segura, el delincuente se apresuró a bajar del taxi y el cuchillo, el susto frente al cañón en la frente, el marco de la puerta, el peso de su propio cuerpo y la mano herida en medio de toda la reciente descripción, le hicieron pegar un grito, o más bien un alarido, que alertó a un policía que pasaba por ahí y que reaccionó de inmediato gritando: “¡Alto ahí! ¡Policía! ¡O disparo!”, mientras desenfundaba su reglamentaria pistola con un movimiento algo dubitativo. Luego, lo de siempre: el policía llamó a más policías y vino una ambulancia y se llevaron al caco al hospital, donde ahora espera a que lo atiendan junto al hombre del resbalón en el baño y al policía novato, recién llegado y desinformado, que cree que está ahí para custodiarlos a los dos.

Se abrió la puerta del gabinete azul en cuyo interior el médico ponía su grano de arena para sostener el derrumbe humano de todos los días. Le tocaba el turno a una mujer de entre unos setenta a noventa y cinco años que venía toda nerviosa a por una receta de ansiolíticos. Estuvo dentro del consultorio lo que un protón tarda en dar cien mil vueltas en un acelerador de partículas: un plis-plas. En ese corto lapso de tiempo, el policía, aburrido de esperar en una sala de espera sin que ni siquiera lo atiendan a él, le preguntó al de la mano ensangrentada que qué le había pasado. El futuro reo, seco pero correcto, le contestó:

– Nada, me corté con un cuchillo.

– ¿Nada? –preguntó sarcásticamente y con una mueca de sorna el único hombre armado que había en la sala.– ¿Y a ti qué te ha pasado? –le preguntó ahora al del codo dislocado, quién no le contestó porque le dolía demasiado y porque además la policía nunca había sido una institución que le cayera demasiado en gracia.

El policía interpretó ese silencio como una insolencia, y justo cuando terminó el “plas” y el protón seguramente iba por la vuelta noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve, se abrió la puerta del consultorio y salió la mujer, ahora muchísimo más tranquila con su receta. El médico, que salió tras la paciente, se quedó mirando fijo, serio, un tanto impávido, a los únicos tres que quedaban en la sala. El policía, despechado aunque con chaleco antibalas, ofendido, herido en lo más hondo de su parte honda, por vengarse de alguna manera -aunque carente de sentido su venganza ya que el primero que entrase sería el primero a quien le dejase de doler lo que tanto le dolía- y, sin sospechar qué dimensiones tomarían sus actos, le dijo a quien no le había contestado una pregunta tan simple, tan sin ninguna mala intención, que pasara él, que era su turno. Este se levantó y caminó hacia el gabinete sintiéndose un poco culpable por no haberle contestado al policía, quien seguro había notado que el codo le dolía más a él que la mano ensangrentada a quien estaba custodiando. El médico le dijo:

– Siéntese, por favor –y lo siguió con la mirada hasta que tomó asiento en una camilla que le había señalado con la mano. –¿Qué le ocurre? –le preguntó el doctor acomodándose un modelo de gafas que solo usan los doctores.

– Me caí y me golpeé el codo –contestó el paciente.

– Así que se cayó –comentó el doctor con un tono jaspeado por un sarcasmo de raíz universitaria y poniendo una mueca muy parecida a la que el policía le había puesto hacía un rato, en la sala de espera, al otro delincuente. Porque el médico creía que este paciente del brazo dislocado también era un delincuente, o un criminal, o vaya a saber qué tipo de degenerado y, por lo tanto, dentro del gabinete, blanco y lleno de carteles con buenas recomendaciones, el inocente hombre, culpable sólo del descuido de haber dejado la toalla tirada en el suelo de su baño, sería tratado con esa distancia que ponen algunos médicos al curar a este tipo de pacientes.

El doctor le sujetó el hombro con una mano y con la otra le tomó la muñeca e intentó enderezarlo mientras le preguntaba si le dolía.

– Sí, mucho –contestó el paciente sintiendo como un rayo eléctrico, incendiado, escabroso, le recorría todo el cuerpo. Voy a tener que traer una férula, dijo el doctor, y salió del consultorio.

 

Al salir, miró al policía que cabeceaba de sueño o de aburrimiento junto al de la mano ensangrentada, quien estaba muy atento al sueño que estaba a punto de colonizar a su captor. El médico no prestó atención a lo que estaba a punto de ocurrir y se dirigió a un gabinete que quedaba al fondo de un pasillo, y que terminaba en un trozo de tierra hospitalariamente ajardinado, en busca de la herramienta indicada para solucionar la dislocación del delincuente que lo esperaba en el consultorio. Dentro, el hombre, que no sabía que tanto el médico como el policía que lo esperaba fuera no estaban enterados de que él no tenía nada que ver con crímenes, delitos o faltas graves, notó un leve bulto en el sitio donde estaba sentado y, al mirar, vio que estaba sentado sobre una almohada en el extremo de la camilla donde, seguramente, otros pacientes apoyaban sus cabezas. Esto, ahora que lo sabía, le pareció un despropósito, una desconsideración. Bajó con cuidado pegando un saltito corto, dio un par de pasos hasta la otra punta de la camilla y se sentó en el lado de los pies, cosa que le hizo sentirse más tranquilo, mejor persona. Debo decir que esta fue la última y más desencadenante de las malas decisiones que este pobre hombre tomaría en su vida.

Fuera del consultorio, al policía lo venció un sueño profundo y el capturado de la mano ensangrentada intentó darse a la fuga sin tener en cuenta, tal vez por el largo rato de espera o por la ansiedad que causa la libertad a punto de ser recuperada, o por la torpeza antes mencionada que lo había traído hasta aquí, que estaba esposado al tubo negro de hierro atornillado a la pared que sostenía las sillas de plástico en las que estaban sentados. El policía, que soñaba que estaba en una trinchera hecha en el asfalto de una avenida que no tenía nombre, en medio del fuego cruzado de dos bandas de delincuentes que se disputaban la zona para hacer de las suyas, de noche, y ya casi sin munición, se despertó sobresaltado y, sin querer, sin darse cuenta, por un mero reflejo policíaco, y absolutamente en contra de su voluntad, sacó su pistola y pegó dos tiros hacia cualquier lado. Uno de ellos fue a dar justo donde estaba el consultorio, de PVC, hueco, fácil de atravesar.

 Menorca, febrero de 2014.

 

11Cardoso

 

David Guichard (Argentina)

Es escritor, nació en Buenos Aires en 1974 y actualmente vive en Menorca, España.

 

Bibliografía

Le Garçón ( poemario) 2000
El Sacacalmas (poemario) 2002
Tardes (poemario) 2004
Tragaperras (poemario) 2006
La intención del cactus (poemario) 2009
Camí Vell numero 4 (poemario) 2012
Aberraciones Breves (cuentos) 2013