Los girasoles de Van Gogh

Alejandra Darriulat

El tren arranca y la tarde de ayer se me viene encima. Los pasajeros se desdibujan a mi alrededor. Cierro los ojos, recuesto la cara contra la ventanilla, y sólo escucho los latidos del recuerdo.

Había ido con Lucas a lo de unos amigos que hacía quince días habían tenido una bebé.

Nos dieron un té acompañado de una tostada con forma de medallón cubierta de unas pelotitas de anís con una cobertura de azúcar rosada y blanca. Si hubiera nacido un varón, en lugar de anís rosado, habrían puesto azul. Siempre que nace un hijo te reciben con este ritual. Ellos dicen que te invitan a comer “ratones rosados o azules”, según la ocasión, porque la forma de la envoltura de azúcar tiene como una pequeña cola que la asocian con la de un ratón. Es una vieja tradición de este país que se sigue transmitiendo de generación en generación.

 

Cuando nuestra amiga Anne empezó a darle de mamar a Charlotte, me quedé mirándolas como si estuviera frente al mejor cuadro de Rafael. Pero aquel era “un cuadro superior” al de cualquier pintor. Ahí estaba la mano de Dios en su mayor potencia. Anne se había convertido en una Madonna renacentista con su pecho rebosante de leche y su hija devorándose la vida.

Me preguntó si quería tener a Charlotte en brazos. Es tan pequeña y liviana que no cuesta nada sostenerla. Se había llevado una mano a la boca y me miraba con ojos de agua serena.

 

Anne puso una música Budista Zen y me dijo: “Con este tema di a luz”.

Unas suaves melodías llenaron los silencios de la habitación, la bebé entornó los párpados hasta que se le cerraron y se entregó a un profundo sueño. Al sentir cómo su cuerpo pequeño se había aflojado en mis brazos, me desarmé y se me escapó una lágrima más allá de mi voluntad.

Sentí una sed de entrega milenaria, un agujero sin fondo en el pecho, una necesidad de soltar los espejismos cotidianos y de aprender a escuchar la realidad con el respeto que esta se merece.

La música se había acabado, Charlotte todavía dormía en mis brazos, y sólo se escuchaba su respiración como ese murmullo de mar que guardan los caracoles en su interior.

 

Anne se sentó a mi lado, me abrazó, y en sus ojos también brillaban un par de lágrimas.

“No controlamos nada”, le dije, “lo más importante no está en nuestras manos”.

Miro hacia una de las puertas del pasillo del tren. Ya estoy en la parada en la que Lucas se sube cada día. Lo veo venir con su inconfundible gamulán verde oliva y un ramo de girasoles en la mano. “Para la mujer de mis sueños”, me dijo y me alcanzó los girasoles de Van Gogh.

“Ayer, cuando lloraste con Charlotte en brazos, te veías hermosa.”

Sonreí sin decir nada. Lucas tiene un talento especial para despojarme de las palabras innecesarias. Se sacó el gamulán, se sentó frente a mí y apoyó el mentón en la palma de la mano

izquierda, tapándose la boca con un gesto que siempre le agranda los ojos y le arruga la frente.

 

-Cuando Charlotte se me durmió en brazos, no sé porqué, pero me desarmé.

-Los árboles tampoco saben porqué en otoño pierden sus hojas.

-Ayer sentí la necesidad de entregarme, como si no hubiera otra salida.

-¿Y qué otra cosa podemos hacer? -dijo Lucas, aflojándose la corbata.

-Hasta ahora sólo me había concentrado en exigirle a la vida mis caprichos.

-A la mayoría le pasa eso.

-Pero yo no quiero ser como la mayoría.

-Con que seas tú misma, es más que suficiente.

El tren se detuvo en una estación llena de avisos publicitarios con luces fosforescentes y a los pocos minutos volvió a marchar.

-Esta mañana tampoco me vino la menstruación.

-Tenemos que esperar un poco más.

-Hace tres años que estamos esperando. Quizá sea el momento de pedir ayuda.

-Siempre te resististe a eso.

-Pero ya tengo 40 años...

-Ahora me gustás más que antes.

-Creo que estamos llegando.

-Mariana, con o sin hijos, quiero estar siempre contigo.

Una nube blanda acarició mis ojos y se me humedecieron otra vez.

-No pierdo las esperanzas -dijo Lucas.

-Quizá esta vez no sea un simple atraso y...

-Hay que volver a confiar.

-Mañana de tarde tengo que dar una clase sobre el arte barroco; voy a prepararla mejor que nunca.

-Ya tenemos que bajarnos. ¿Te ayudo con los girasoles?

 

 

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Alejandra Darriulat Devita

Fotografía de Fernanda Montoro

 

Escritora y bailarina uruguaya nacida en Bélgica en 1971. En 2011 publicó relatos cortos en en la revista electrónica española, Narrativas Contemporáneas. En 2010 inauguró su blog literario http://lupadelviajero.blogspot.com. En 2005 publicó su primera novela corta, La derrota, editorial Artefato, Montevideo, Uruguay. En 2002-2005 realizó estudios de literatura en el IPA (Instituto de Profesores Artigas, Montevideo, Uruguay). En 2000 ganó una mención en el MEC, Ministerio de Educación y Cultura Montevideo-Uruguay, por su volumen de cuentos, Secretos del viento. En 1989 ganó una beca para estudiar danza contemporánea en Alemania, Folkwang Hochschule Essen (1989-1991), Escuela Superior dirigida por la maestra Pina Bausch. Escribe poesía desde niña. Actualmente reside en Holanda, se dedica a escribir y a dar clases de español en el Instituto de Lenguas, El Abanico, en la ciudad de Rotterdam

http://lupadelviajero.blogspot.com