MAÑANA TODO SERA NORMAL

                              Mónica Cardoso Díaz

Se despertó en la madrugada sudorosa. Tiene fiebre. Un espasmo abdominal la hace retorcerse de un lado al otro de la cama. Dura medio minuto, pero alcanza para hacerle morder la almohada de dolor y apretar con las manos los lados del colchón.

Está amaneciendo. La claridad entra lentamente por la pequeña ventana de la habitación.
Han pasado unas cuantas horas desde que llegó de la casa de la Gitana la tarde anterior. Todo estaba muy confuso entonces. Todavía se siente un poco aturdida por la droga que la vieja le dio para anestesiarla mientras hacía su trabajo. Trata de recordar cómo fue todo, pero la secuencia de hechos no aparece clara en su cabeza. Solo tiene imágenes sueltas. No se acuerda del momento en que la Gitana se metió en sus entrañas para sacárselo. Lo último que recuerda es que se tomó el líquido amargo que le dio mientras preparaba sus instrumentos y calentaba agua en una caldera de lata, sobre un hornillo portátil. El lugar era una habitación sencilla apenas amueblada con un camastro, una mesa y dos sillas. Con el vaso de vidrio en la mano cerró los ojos, bebió de un solo trago el contenido y se acostó boca arriba en el catre. Contra las paredes había pequeños estantes atiborrados de frascos de color verdoso. Había toda clase de yuyos.

 

Predominaba en el ambiente un olor fuerte no sabe qué era, solo recuerda que le produjo náuseas. El camastro estaba en el centro de la pieza y sobre él apuntaba el foco de luz de una lámpara ordinaria que colgada del techo. No recuerda el piso, ni el color de las paredes. Solo ese olor fuerte mezclado con el olor a sudor de la vieja. No había ventanas. Solo una pequeña puerta de madera que comunicaba con el resto de la casita humilde.

La Gitana es una mujer rara. No podría calcularle la edad. Usa esas polleras largas de colores fuertes que usan los gitanos y un pañuelo que le cubre toda la cabeza. Apenas se le ven la cara y las manos.

 

Helena había oído de ella desde que era una niña. Tenía fama de curar todos los males con yuyos y oraciones sagradas. Curaba el mal de ojo, el empacho y cualquier mal que se presentara por unos pocos pesos. También sabía arreglar los huesos y sacar el feto del vientre de la madre antes de que creciera demasiado. La gente de San Fernando y otros lugares vecinos acudían en busca de sus servicios.

Cuando supo que estaba preñada enseguida pensó en ella. Solo la Gitana podría ayudarla, nadie más. Nadie más en el pueblo podía enterarse del hijo que esperaba. Su familia vive en Tesoro, un pueblito que está a pocos quilómetros. Ya no le queda mucha familia, solo su hermana Laura que vive con el marido y dos hijos. Sería una vergüenza para ellos si se sabe que espera un hijo bastardo. No la dejarían trabajar más en la escuela con sus niños. Ella era una desconocida, una recién llegada. Este era su primer año como maestra. La despreciarían. Se tendría que ir de San Fernando, del Tesoro. No podría trabajar en ninguna escuela cercana. No tenía opción. En cambio él gozaba de todo el aprecio de la gente. Era el médico del pueblo. La gente confiaba en él. Se lo dijo esa tarde en el consultorio: si decía algo, nadie le creería.

No lo diría. ¿Para qué? No tenía sentido. La culpa fue de ella por buscarse problemas. Supo desde el principio que aquello no llegaría a ninguna parte y no hizo nada para evitarlo. Ahora no había solución, la única posible es sacárselo cuanto antes, antes de que barriga le creciera y todos lo notasen.

 

Sintió otro espasmo, esta vez más fuerte. Contrajo los dedos de los pies y de las manos. La Gitana le había dicho que tendría un poco de dolor. Que debía descansar dos días hasta recuperarse. Debía dejar que el tejido cicatrizase para evitar una hemorragia. Que solo debía levantarse de la cama lo imprescindible. Ella ha hecho caso de las recomendaciones. Solo se levantó dos o tres veces a orinar. Sin embargo no se siente nada bien. Tiene fiebre. Lo sabe por los temblores y el sudor frío en su cara. Está débil. Tal vez la gitana le podría dar algo para aliviarla. Si pasase a verla y podría darle un calmante o un poco más de esa droga que la hizo dormirse mientras se lo sacaba. Si se durmiera por unas horas. Solo tiene que aguantar un poco más, mañana es domingo. El lunes todo será normal: regresará a la escuela y se olvidará de la Gitana, del doctor Emilio y de su alianza de casado.

Cuando llegó ayer de tarde no le dolía tanto como ahora. Sería por el efecto de la droga. Recuerda haberse bajado del camastro, no sintió dolor en ese momento, pero tampoco tenía fuerzas para pararse sola. La Gitana tuvo que sostenerla. Vio sus sandalias blancas en el suelo junto a unos trapos manchados. La gitana la ayudó a calzarse y la llevó en un viejo chevette hasta su casa. Tenía sed. La vieja le trajo una botella de agua fría de la heladera y le dio las instrucciones que debía tomar en las próximas horas. Después se marchó.

Pensó en Emilio, en aquel día que lo conoció en el festival de la escuela, cuando Liliam la maestra de sexto grado los presentó. Él tenía un hijo que estaba en sexto. También una niña en tercero. Bromearon con que el año siguiente a la niña le tocaría estar en su clase.

 

Dos semanas después se agarró ese catarro. Amaneció con tos y dolor de garganta. Se levantó igual, como pudo y fue a la escuela como todos los días. Pensó que era viernes y tendría el fin de semana para recuperarse. Pero en el correr del día se puso peor y a la salida del trabajo decidió ir a la clínica a consultar. Allí volvió a encontrarse con Emilio. Estaba en la salita cuando se abrió la puerta del consultorio y la invitó a pasar. Le estiró la mano a modo de saludo y notó algo extraño, él se la retuvo unos segundos más de lo normal. La retuvo y la apretó, mientras la miraba a los ojos. Ella pudo ver el brillo de su alianza de oro en el dedo anular. Después se sentaron y la consulta siguió su curso. El doctor le tomó los datos en una ficha, le hizo algunas preguntas. Nombre completo, antecedentes médicos, cuantos años tenía. Sonrió cuando ella respondió veintitrés. A él le daba unos cuarenta y cinco. Desde cuando estaba así, si había tenido fiebre, si le dolía el pecho. Le pidió que se sentara en la camilla para examinarla. Tuvo que quitarse la túnica. Debajo llevaba una blusa sencilla de color rosa y una falda blanca. No había mucha luz en la habitación. Estaba cayendo la tarde. Toda la luz se concentraba en el foco de una lámpara de pie que podía moverse hacia donde fuese necesario. Él le pidió que se sacara la blusa. Se quedó solo con el sostén. Comenzó a auscultarla en el pecho, después en la espalda. Le pidió que respirase hondo una vez y otra y otra, mientras escuchaba con atención. Por fin dijo que todo estaba bien. Que el catarro no era grave. Le mandaría un jarabe y mejoraría enseguida. Estaba sentada en la camilla y él había permanecido frente a ella. Sintió las manos tibias del hombre en el cuello y en la espalda. Sintió como bajaban. Sintió como sus dedos desabrochaban el sostén. Pensó que debía hacer algo enseguida. En ese mismo momento. Pero no pudo. Se quedó quieta. Sintió la boca de él sobre la cara. Lo dejó hacer. Había una sensación de vértigo que vencía todas sus resistencias. Después se pierde en una bruma anestésica. Se recuerda sobre la camilla, siente el calor del cuerpo del médico sobre ella. Él está vestido, casi de pie, solo se desabrochó los botones de la túnica y se abrió la bragueta. Ella no dice nada, cierra los ojos, lo deja hacer. Todo dura unos pocos minutos. Creyó oírlo susurrar algo, pero ya no está segura. Después se vistieron en silencio. Él la acompañó hasta la puerta. Se despidieron con un apretón de manos. Todo parece normal.  En la salita hay dos pacientes esperando. Un señor mayor y una mujer de mediana edad. Apenas si repararon en ella al salir. La mujer se incorporó enseguida y se encaminó presurosa al consultorio. Todos querían llegar a sus hogares. Ella caminó hasta su casa. Caminó por el camino que normalmente hubiese hecho en el ómnibus local. Cuando llegó ya era de noche y pensó que nada de aquello había pasado. Lo dejaría como un recuerdo o algo que imaginó. Un momento de debilidad que todos tienen alguna vez. Con los días se perdería en el fondo de su memoria. Mañana todo sería normal.

 

El lunes se reintegró a la escuela curada del catarro. En los días siguientes una o dos veces vio al doctor en la escuela buscando a sus hijos. Lo saludó como siempre, como a cualquiera de los padres que esperan a la salida de la escuela. La tarde aquella en el consultorio quedaría atrás. La vida seguía su curso.

Sintió cierta humedad a la altura de la pelvis. Tal vez había sangrado un poco, tal vez eran residuos que se seguían desprendiendo del útero. Pensó en levantarse y darse un baño, cambiarse la ropa y las sábanas, pero no puede sola, se siente débil. Son la fiebre y los espasmos que la tienen así, embotada y sin fuerzas. Cada tanto dormita un poco, luego llega un espasmo y el dolor la despierta, después se quedaba quieta y se entreduerme de nuevo. Pasan las horas sin que sepa si era de día o de noche.

 

Habían pasado unas pocas semanas desde aquella tarde cuando se dio cuenta del retraso; una semana, dos. Comenzó a angustiarse. No sabía qué hacer ni a quién recurrir. Pensó en pedirle ayuda a su vecina Olga. Era una muchacha de su edad que estudiaba enfermería y quería ser partera. Viajaba entre semana a la ciudad y se quedaba en casa de unos parientes y los fines de semana regresaba a San Fernando. Olga vivía con sus padres y con Rosa, su hermana pequeña. Las dos hermanas se hicieron buenas amigas de la nueva maestra apenas ella se mudó a esta casita cuando comenzaban las clases. A veces Rosa venía en la nochecita y le pedía ayuda con los deberes.

 

Olga podría ayudarla a confirmar sus sospechas y la ayudaría a pensar una solución. Pero no se atrevió a decírselo. Tuvo miedo de perder las pocas amistades que había hecho en San Fernando. Entonces pensó en la Gitana. La buscó el domingo en la feria de la plaza. La Gitana iba cada domingo a vender sus yuyos y sus ollas. Se acercó a ella fingiendo interés en  las  cosas que vendía. La vieja la miró de arriba abajo. Le clavó los ojos y le dijo—calle del Río número 236.

Dudó si se lo había imaginado y entonces la vieja agregó—Son cuatro mil pesos. Te espero el viernes a las seis.

El techo era de chapa. Lo supo porque llovía y pudo sentir el ruido de la lluvia golpeteando mientras estaba recostada en el camastro esperando que el  beberaje le hiciera efecto. Le costó llegar a la casa de la Gitana. Era un barrio alejado donde las calles de tierra se cortaban abruptamente y no había casi señalización. Cuando estuvo en la puerta le entró el miedo, pero se aguantó. Tenía que pasar ese momento de una vez y esperar que todo saliera bien. De eso dependía su futuro, que su vida regresara a la normalidad. Pensó en la escuela, en lo feliz que era allí, en sus niños que la esperarían el lunes como siempre.

 

Está muy transpirada. Es la fiebre que no pasa. Tanteó entre sus piernas la humedad viscosa justo cuando llegaba otro espasmo. Se hacían más frecuentes cada vez. Pensó que tal vez algo no estaba bien. Se aferró a las palabras de la Gitana. Que se quedara dos días quieta. Que tomara mucha agua. Mañana todo será normal. Debía tener paciencia, se dijo. Solo unas horas más y las cosas se pondrían mejor. Cerró los ojos y trató de dormirse de nuevo. Pensó que alguna vez se casaría y tendría muchos hijos. Se imaginó corriendo por la plaza rodeada de niños.

El día avanzaba, tal vez ya eran las cuatro o las cinco de la tarde. Dentro de un rato cuando tenga un poco más de energías se levantará a comer algo y volverá a descansar y pondrá sábanas limpias. Descansará mejor. Mañana será otro día. Será el domingo, o será el lunes. No está segura de que día es. Cuanto tiempo pasó desde que está en su cama, después de que la Gitana la trajo.

 

Los espasmos continúan, pero así debe ser, es justo que duela sacarse la deshonra. Es justo que pague por su error. Eso piensa mientas su cuerpo sufre y espera que aquello pase. Dormita otro poco. Siente chirriar la puerta mosquitera de la cocina que da al patio. Alguien llega. Tal vez es la Gitana que viene a verla. Pero no. No hay quien fuera a entrar a su casa por ese lado, salvo que fuera Rosa. La niña que vive en la casa de al lado. Por dios que no sea Rosa, no puede verla así. Hace un esfuerzo para abrir los ojos. Ahora los espasmos son constantes, uno tras otro. Siente el toc toc toc rítmico sobre el piso de madera del goteo que cae desde su cama. Intenta ver en aquella oscuridad, hay una sombra en la puerta de la habitación. Cree ver a alguien, pero no logra distinguir bien. Ahora logra fijar la vista pero la sombra desapareció. Afuera está más oscuro, es de tarde. Se está haciendo de noche, pronto la oscuridad será total. Es mejor así. Tiene sueño, mucho sueño, y ese ardor permanente en el abdomen que no se va. Alguien la llama, desde muy lejos, dicen su nombre: Helenaaaa. Intenta abrir los ojos. Es Olga, su amiga está allí. También le parece ver a la pequeña Rosa detrás de la hermana, con cara de susto. Olga le dice algo a la niña. Le pide que se vaya. Le hace un gesto con la mano. Olga está a su lado. Eso le da tranquilidad. Su amiga la podrá ayudar. ¡Cuánto necesitaba de alguien querido cerca! No lo notó hasta ahora que Olga está allí junto a ella. Quiere contarle lo que pasó. Intenta decirle, no puede, solo llora. Las lágrimas ruedan por su cara. Olga acaricia su frente. La palpa, revisa su abdomen. Ve angustia en su rostro. Angustia y tristeza. Ella también llora. Si miran. Helena intenta consolarla, decirle que pronto estará mejor. Que no se aflija por ella. Ahora los espasmos son más leves. Intenta decirle pero ya casi no la ve. Es como si su cuerpo  flotara. Tiene sueño, mucho sueño. Cómo si el efecto de la droga regresara.  Ahora se ha hecho de día. La habitación está llena de luz. Su cama está limpia, Olga debió cambiar las sábanas. Hay más personas alrededor de su cama. Todos visten igual, tienen túnicas blancas. Serán sus niños, los niños de su clase que han venido a verla. Debieron extrañarla y han venido a visitarla. Eso es. Ahora no siente nada, el dolor se ha ido, se fue por completo. Mañana todo será normal.

 

 

 

11Cardoso

Mónica Cardoso Díaz
Foto: Nancy Urrutia

 

Uruguay (1969). Es abogada. Fue docente en la Facultad de Derecho Udelar. Trabajó en organizaciones feministas y en la intendencia de Montevideo en programas de atención directa y prevención en temas relativos a la agenda de género. Ha trabajado en la edición de documentos y manuales de atención y capacitación con perspectiva de género y publicado artículos sobre temas relacionados a la condición de la mujer en las Revistas Lex de Uruguay y Derecho de Familia de Argentina. Fue asesora del Viceministro de Educación y Cultura. Desde 2010 es Secretaria General de la Biblioteca Nacional de Uruguay y desde 2013 Secretaria Ejecutiva del Consejo de Derechos de Autor de Uruguay. Participó en el Libro 22 Mujeres +,de Irrupciones Grupo Editor en 2012 (escritura de mujeres) y escribió Las uruguayas en el bicentenario de la colección Nuestro tiempo, Comisión del Bicentenario, Ministerio de Educación y Cultura, Montevideo, 2012.