La magia de las siestas

Margarita Heinzen



En la casa cerrada donde vivía mi abuela aún quedan muebles. Un armario, algunas sillas y el ropero en el cuarto de atrás. Mi primo Alberto ya se llevó algunas cosas y ahora hay que levantar el resto, decidir quién se lleva qué y a quién le regalamos lo que nadie quiere. Han pasado varias semanas con la casa vacía. Recorro las habitaciones en penumbras reconociendo rincones. Cierta levedad en las rodillas, como convaleciente de largas fiebres, me acompaña por los cuartos vacíos.


En la pieza donde murió la abuela el ropero en el medio de la habitación parece el último sobreviviente de un naufragio. Al entrar, las viejas tablas del piso tiemblan y entreabren con un quejido la puerta del ropero que me enfoca directo en la luna de su espejo. Una mariposa blanca se escapa de esa boca oscura y pasa casi rozando mi nariz. Por instinto me echo hacia atrás y la sigo con la mirada hasta que la veo perderse en los rincones sin luz. Hay olor a alcanfor en el aire estancado. Ese olor, tan propio de mi abuela, de la casa de mi abuela y de las siestas de verano, cuando papá y mamá me dejaban, junto con mis hermanos, en la vieja casona para ir a trabajar. La abuela imponía silencio en la penumbra del cuarto. Pero sólo había que tener paciencia. Conteníamos la inquietud bajo las sábanas perfumadas a la espera de que la abuela se durmiera para escaparnos escaleras arriba a visitar a la tía Eloísa, que nos esperaba en su altillo antes del trajín de la merienda. La tía Eloísa era dulce. Para nosotros, una presencia silenciosa y permanente en la casa de la abuela. A esa edad no entendíamos de desplantes y amarguras y disfrutábamos de esa segunda abuela menos estricta, más comprensiva y mucho más cómplice. En el cuarto de la tía Eloísa no había un plan preconcebido. Algunos días nos contaba cuentos de misterios y duendes, otras, las camas altas y mullidas acompañaban nuestras acrobacias chirriando los elásticos. Y cuando el alboroto amenazaba con despertar a todos, pasábamos a revisar el ropero. Ese mundo cerrado con olor a alcanfor guardaba los mejores tesoros. Los vestidos de su madre, mi bisabuela, que colgaban severos de las perchas se transformaban en desfachatados disfraces. La estola de seda conservada entre papel de arroz se volvía la cortina de flecos que separaba mi “casita” de la de mi hermana o el telón de fondo de un escenario de varietés. Los sombreros de plumas y pedrerías salían de las cajas a rayas y se volvían canastos para compras o cunas de bebé. Un universo al que teníamos acceso con la magia de la tía Eloísa, quien como un hada pequeñita iba habilitando cada tarde sorpresas inimaginables. Parecía que el ropero no tuviera fondo y siempre aparecían novedades que nos metían en los mundos inventados de unas caravanas con forma de paloma o una toallas blancas con bordados turquesas. Cuando empezábamos a escuchar movimientos en la planta baja se acababa la diversión. Conocedores de los rezongos de la abuela, esperábamos en la escalera a que no estuviera cerca y muy compuestitos aparecíamos en la cocina, prontos para recibir la merienda. La tía Eloísa apenas demoraba un poco más en aparecer. Con la misma magia con que había desplegado su universo encantado volvía todo a su lugar y la habitación recuperaba su apariencia hasta la tarde siguiente. Una vez, intrigada por la velocidad con que ordenaba todo, volví a subir en silencio y la sorprendí, lo juro hasta hoy, con una varita indicando a cada componente del desparramo ocupar  por si solo su lugar.


Otra mariposa blanca escapa por la puerta entreabierta del ropero de la abuela y me devuelve a la vieja casa cerrada. Miro mi silueta en el espejo y trato de imaginarme a la niña disfrazada de muchos años atrás. Me dirijo hacia el mueble. El crujir de las tablas acompaña mis pasos y, con cada pisada, el reflejo del espejo dibuja luces en la pared. Me acerco despacio pensando en el destino de los vestidos de mi bisabuela y en estos otros, los de mi abuela, que pienso regalar al hogar de ancianos. Al abrir la puerta, una nube de mariposas blancas me envuelve. Salen y salen en bandadas cegándome por completo. Un estremecimiento me recorre la espalda desde la nuca e intento protegerme con los brazos sobre la cabeza. Me agacho. La turba de mariposas parece no tener fin y el torbellino de escamas me cerca soplándome la cara. Y así como salen, se escapan por una rendija, escurriéndose de la habitación, dejando una estela luminosa de aire con olor a polvo. Todo vuelve a estar inmóvil. Sólo el rayo de luz por donde escaparon las mariposas parece ser de este tiempo. Mi paso recupera el crujir del piso. Con un temblor, me acomodo el pelo y el vestido y miro al ropero con la gran puerta abierta hacia atrás. Me inclino en su boca abierta de viejo baúl sin fondo y sólo veo montoncitos de retazos negros desparramados por el piso.



Margarita Heinzen
Nació en Paysandú. Es Ingeniera Agrónoma y docente de la Universidad de la República. Ha publicado poesía en libros colectivos del Movimiento Cultural Sueñapalabra (“Octubre Azul” y “Versoñadores”) y varios de sus cuentos han sido premiados y publicados en libros colectivos. Es editora del blog “El prisma de Lunares” (http//mheinzenblog.blogspot.com/) y colabora con la revista digital “Vadenuevo”, la revista literaria Hipoética y el semanario Brecha. Su libro “De las mujeres soles” recibió 1ª Mención 2010 en el Concurso Internacional de Narrativa Horacio Quiroga y fue publicado recientemente.