Vida de un tronco

David Guichard


La Drogada era el nombre que llevaba tallado en uno de sus lados, una precaria balsa hecha con  troncos que encontramos un día en las costas adoquinadas del lago de Palermo, donde junto a mis hermanos, íbamos a pescar chanchetas, dientones, mojarritas, y cuando la suerte estaba de nuestro lado, alguna que otra tararira que, al llegar por la noche a casa, metíamos en un bote de vidrio donde morían asfixiadas, o en el mejor de los casos formaban parte de la monótona cena a base de pienso de nuestros gatos.


Solíamos llegar por la mañana temprano y caminar alrededor del lago buscando el lugar indicado para llevar a cabo nuestra despiadada captura. Cuando la vimos, los tres pensamos lo mismo: las tres islas de apariencia salvaje tan cercanas e inalcanzables que siempre veíamos y en las que nunca habíamos estado. Nos pusimos en busca de un palo lo suficientemente largo como para usar de remo y en cuanto lo conseguimos zarpamos teniendo presente en todo momento que uno de mis hermanos no sabía nadar pero, dispuestos, mi otro hermano y yo, a rescatarlo en caso de que ocurriera lo peor.


Arribamos a la isla que nos quedaba más cerca sin problemas, pero al dar una vuelta entre la maleza y los eucaliptos lo mucho nos pareció nada y decidimos continuar nuestra travesía hacia la siguiente. Mientras surcábamos las aguas exageradamente calmas del lago incendiado por el sol cansino de aquella mañana calurosa, pensé que era un buen momento para encender un cigarrillo delante de mis hermanos que nunca me habían visto fumar. Al hacerlo mi hermano menor, el que no sabía nadar, sacó de su chaqueta un paquete de Párliament Box sin abrir, lo abrió, saco uno, y con toda naturalidad me pidió fuego. Se lo dí sin decir nada y nos sentamos a fumar sobre la balsa en silencio. Los pájaros que habitaban las islas, en su ir y venir a ras de agua,  picoteaban en la superficie del lago y cazaban bichos y pequeños peces. Nuestros pechos temblaban de alegría y no era para menos, navegábamos como vagabundos de las aguas por el lago aquél en el que nuestra madre nunca nos había dejado meternos porque decía que sus aguas estaban electrificadas. Mi hermano mediano, el que iba remando de pie haciendo equilibrio como un gondolero veneciano, al vernos a nosotros fumar tan tranquilos, todos delante de todos, sacó algo del bolsillo, me lo dio y me dijo, palabras textuales: “Picá esto y dámelo”. Yo no pregunté nada y me puse a hacer lo que me dijo. Pasaron unos minutos y puse en su mano la marihuana suficiente para hacer un par de porros bien cargados. Él me pidió que me hiciera cargo del los mandos de La Drogada, sacó del bolsillo un librillo de papel de fumar extra large y armó el canuto más grande que hasta ese momento había visto: puro, con semilla y fuerte a tal punto que al encenderlo sufrió un ataque de tos tal que parecía que iba a escupir los pulmones. Me lo pasó y al darle la primera calada me sucedió algo parecido. Mi hermano pequeño fue el único que no tosió pero el primero que sin sentido comenzó a reírse de una forma tan diferente a como se reía habitualmente que nos contagió una risa que hizo tambalear a balsa y que no pudimos contener hasta pisar tierra nuevamente.


Bajamos de La Drogada como piratas borrachos y no pasaron ni cinco minutos hasta que les propuse que, ya que estábamos, fuésemos a la siguiente isla que además era la más grande y la única que por la noche se veía desde la orilla del lago por estar iluminada por luces rojas. No esperamos ni un segundo y cuando llegamos a la isla, los tres llevábamos el colocón de nuestras vidas. Los árboles se movían como si fuesen a convertirse en gigantes de un momento a otro. Las costas del lago parecían inalcanzables y nuestras piernas se aflojaron a la vez y nos dejaron tumbados de espaldas sobre la tierra húmeda. Nos quedamos viendo el cielo que comenzaba a cubrirse de nubes a través del tupido ramaje de los árboles inmensos, y el tiempo pasó como siempre que uno no lo tiene en cuenta, velozmente. Nos olvidamos de pescar y comenzamos a recordar cosas que los tres guardábamos en lo más recóndito de la memoria. Comenzó a llover y nos refugiamos  bajo el tronco de un árbol caído suficientemente grande para cubrirnos a los tres. Conjeturamos sobre cosas imposibles y sobre la posibilidad de que lo imposible suceda. Pensamos que si estuviésemos en una isla desierta alejada del mundo civilizado tendríamos que aprender a cazar para alimentarnos y construiríamos una cabaña con troncos que tendríamos que conseguir  con un hacha hecha de piedra construida con nuestras manos. El tiempo pasaría, creceríamos, y los tres luciríamos tupidas barbas que nos cubrirían la cara; nuestros cuerpos se  fortalecerían como los del legendario Tarzán de Ron Ely y nos comunicaríamos con las bestias salvajes con las que conviviríamos en perfecta armonía al igual que él. Nos haríamos conocedores de los secretos de la naturaleza, y cuando enfermáramos nos curaríamos con plantas medicinales los unos a los otros. Por las noches encenderíamos fogatas en las que cocinaríamos lo que cazáramos durante el día  y algún día, después de unos años, algún barco o alguna avioneta nos vería y  rescataría, y volveríamos a la civilización donde nos haríamos famosos y seríamos deseados por todas las chicas del mundo. Intentamos encender un fuego con el mechero de mi hermano pero la que estaba cayendo era bastante importante y toda madera y hoja que había a nuestro alcance estaba mojada. Mi hermano mediano se puso a picar la marihuana que le quedaba y fumamos despacio para no volver a sufrir otro ataque de tos. La parada del autobús estaba a escasos doscientos metros del lago; desde la isla en la que estábamos soñando con naufragios y civilizaciones lejanas, a no más de quinientos metros, y el autobús nos dejaría en la esquina de nuestra casa donde nuestros padres nos esperaban como siempre, con la merienda sobre la mesa y la vida llena de días de colegio y deberes y amigos del barrio e innumerables momentos de aburrimiento a los que de ningún modo queríamos regresar.


“Y si hoy no volvemos” se atrevió a decir mi hermano mediano que estaba recostado en el suelo con las manos cruzadas detrás de la cabeza. Yo que era el mayor y, según mi madre, el menos responsable de los tres, le dije que la idea me parecía estupenda. Mi hermano menor que en cambio, según mi madre, era el único de los tres con algo en la sesera, apoyó la idea. Sabíamos que al caer la noche nuestros padres se preocuparían y moverían cielo y tierra para encontrarnos pero no nos importó. Contábamos con que hasta la mañana siguiente a nadie se le ocurriría que podíamos estar en la isla, y decidimos que en cuanto amaneciera volveríamos y nos inventaríamos alguna excusa que nos hiciera salir del paso. Habíamos llevado un portaviandas con bocadillos de jamón y queso que tendríamos que racionar para que nos llegara hasta el día siguiente, pero eso no nos supuso un problema relevante. A primera hora de la tarde dejó de llover, salimos de nuestro refugio, y fuimos a recorrer la isla. Los tres nos hicimos con un palo que usamos a modo de bastón y en nuestra exploración encontramos algunas cosas que nos parecieron raras, como: un collar de perlas, la cabeza de una muñeca de plástico, una pelota de goma pinchada, unos colchones destruidos por la humedad junto a una caseta cerrada con un candado que forzamos a golpes de piedra y en cuyo interior encontramos herramientas y un tablero eléctrico que supusimos que era desde donde se encendían las luces rojas que por la noche iluminaban la isla. Bajo un árbol caído había unas sillas de metal aplastadas por el pesado tronco iguales a las que había para sentarse en nuestra escuela y tres zapatillas, embarradas y podridas, de diferentes pares y en distintos lugares de la isla, que nos hicieron imaginarnos historias de náufragos desafortunados difíciles de creer. Pero lo que más nos llamó la atención y nos dio tema y trabajo para ocuparnos hasta que cayó la noche fue el esqueleto entero e intacto de un perro que, por el tamaño, llegamos a la conclusión de que había pertenecido a un ovejero alemán o a un dóbermande los marrones.  Por la tarde volvió a salir el sol. Mientras mis hermanos lavaban en la orilla de lago uno a uno los huesos que habíamos descubierto y los volvían a poner donde los habíamos encontrado para volver a ver nítido aquel animal muerto, yo, con un cortaplumas que llevaba como llavero, hice leña de un árbol caído en pequeños trozos para cuando llegara la noche. El Sol se hundió en el horizonte y el cielo volvió a cubrirse de nubes con la calma de las horas. Cuando nos costaba vernos unos a otros, tras una especie de ruido de redoble eléctrico, las luces rojas de la isla que siempre habíamos visto desde la ahora lejana orilla, se encendieron de golpe y quedamos en medio de aquel infierno selvático alejado del mundo. Mi hermano mediano dijo que era hora de encender la hoguera, que nos abrigaría durante toda la noche, y que gracias a la iluminación no sería visible desde la orilla. Lo hicimos y mi hermano menor, que era ciertamente el que más pensaba de los tres, nos propuso acercar leña húmeda al fuego para que se fuera secando. La emoción que nos provocó nuestra aventura nos hizo olvidar el hambre a lo largo de todo el día y, recién llegada la noche, alrededor de nuestro fuego, comimos los sandwiches que nos había preparado nuestra madre, y quedamos satisfechos.           


Pasamos la noche contándonos historias reales e imaginadas y haciendo planes de futuros de esos que se hacen antes de saber de  la muerte y las derrotas tan comunes en el mundo adulto. Pasaron las horas sin que nos diésemos cuenta y lamentamos no haber tenido más porro cuando los tres sentimos sueño y nos sentimos sobrios. Era verano, así que amaneció temprano y con el cielo despejado. Juntamos nuestras cosas y mi hermano metió en su mochila el esqueleto completo y limpio del perro que habíamos encontrado con la intención de volver a armarlo sobre un tablero y colgarlo en la pared  de nuestro cuarto. Nos hallábamos en la otra punta de la isla en donde habíamos dejado amarrada La Drogada y, de camino, corrimos detrás de una bandada de patos con la intención de cazarlos, pero se nos escaparon, y yo me caí y me lastimé la rodilla. Cuando llegamos donde debería estar atada la balsa, no la encontramos. Intentamos divisarla flotando por el lago pero no estaba. Mi hermano, el que no sabía nadar, entró en pánico creyendo que nunca podría volver a casa, y mi otro hermano lo calmó tirándose al agua y mostrándole que la profundidad del lago no llegaba a cubrirnos a ninguno de los tres y que las aguas no estaban electrificadas. Cuando llegamos a casa, sucios y empapados, nos esperaban el llanto y los reproches de nuestra madre y el castigo de nuestro padre que, aparte del cachetazo en la mejilla que nos pegó a los tres, contaba con la promesa de  un mes entero sin permiso para salir de casa. A ninguno de los tres nos importó el castigo porque como decía nuestra abuela y nos repitió mi hermano menor aquella tarde: “¿Quién nos quitaría lo bailado?”. A la semana siguiente de nuestra aventura, en las noticias contaron que un niño de doce años se había tirado a nadar en el lago de Palermo y  había muerto ahogado al quedar enredado en las algas del fondo y no poder salir.


Pasaron los años, crecimos, y la que fue mi primera novia destrozó por primera vez mi hasta entonces intacto corazón al dejarme por otro. Ese día salí a caminar, y mi falta de rumbo me llevó al lago al que hacía años que no iba. Recuerdo que lloré sentado en la orilla y, de pronto, levanté la vista y vi que, flotando parsimoniosamente como todo lo que flota por ahí, había llegado a mis pies un pájaro de plumaje tornasolado posado sobre aquel tronco tallado que en su día le dio nombre a La Drogada. El suceso me pareció increíble y sumamente misterioso y, por alguna razón que aun desconozco, llenó de insignificancia  mi joven y profundo dolor. 


Menorca, febrero de 2013.