Revolcón

Mónica Cardoso Díaz


Recogió el bolso de mano y guardó el equipaje mínimo. Apenas una muda de ropa para el niño, una toalla limpia y el botiquín de mano. Hoy como pocas veces tiene ese deseo de huir. Es una pulsión fuerte. Se impone. Lo domina todo. Huir sin rumbo, donde la cabeza se calme y se borre la memoria. Donde no la alcance el dolor. Su marido se levantó temprano con la idea de ir al balneario el fin de semana. Ella no siempre lo sigue, pero no se opuso esta vez. Pensó que era una buena solución para su estado de ánimo. Le tiene cariño a la vieja casita de la playa. Siempre mansa bajo los pinos esperando que lleguen a habitarla. La imagen de los árboles del fondo la alienta. Tantas siestas bajo aquel paraíso. Tantas lecturas bajo aquellos álamos. El sonido del mar un poco más allá. Es un buen lugar para buscar la paz que ultimamente no encuentra en ninguna parte. No se compara con el ciruelo que había en su patio de niña, pero es lo más cercano que conoce. Lo más cercano.

En estos días la niña del árbol viene, ha venido casi a diario. Siente su presencia. La mira, la espera, le pregunta con los ojos curiosos. Hace que ella se pregunte cosas que los adultos nunca se preguntan, cosas que se olvidan al crecer. No es que le preocupe, hasta en cierto modo le resulta placentero saber que la niña sigue allí, para recordarle quien es de vez en cuando. La siente y se deja llevar. No sabe a dónde va, lo que vendrá. No quiere saber o tal vez quiere y no lo acepta quien sabe porque.

La carretera está despejada. Salieron temprano, a esta hora hay poco tránsito. Pablo puso en la radio un concierto de guitarra, el niño atrás va somnoliento mirando el paisaje por la ventanilla. Hacen el viaje en silencio. Solo la radio y la línea blanca en medio de la ruta.
Ella espera que el paseo le dé energías. En la casa habrá mucho para hacer. Hace meses que no van. La dejan cerrada durante el invierno. Habrá que ventilar, sacar los colchones y las mantas al sol, arreglar el jardín. El esfuerzo físico le vendrá bien, aunque no tenga ganas.

Cierra los ojos y ve a la niña. Está sentada sobre el brazo más fuerte que nace del tronco del ciruelo en el lugar más alejado del jardín de la casa de sus padres. Es su lugar preferido y le cuesta solo un par de brincos subirse hasta allí. El ciruelo es bastante grande, demasiado grande para ser un ciruelo. Lo recuerda así. La niña allí sentada, está bastante alta del suelo. Cuando se sube al ciruelo nadie la molesta ni la alcanza ningún mal. Es fines de agosto, los últimos días del invierno. El ciruelo está vestido de florecitas rosadas apenas nacientes. La niña la mira desde la rama, le parece ver cierto recelo en su mirada ¿Es que no confía en ella? ¿Porqué la mira así? ¿Será que la ve como a una extraña? Tal vez es eso, después de todo la niña está donde estuvo siempre, es ella quien va a su encuentro. Es ella quien va y viene decenas de veces en su memoria. A veces mira atrás por curiosidad, no por nostalgia. Es un repentino deseo de dar un vistazo a lo que fue. La niña sabe que no regresará, que solo está de paso. Ha venido a buscar algo. No sabe qué, tal vez una respuesta que ella sabe. La mira. Se deja llevar hasta el remanso blanco de la niña. Se deja llevar a la siesta bajo el árbol. Sabe que la niña mira. La niña quiere lo que todos quieren: seguridad, protección, alguna certeza, una certeza al menos. Cuando no hay nada de eso, es cuando se sube al ciruelo. Allí arriba se pone fuera de alcance. Se reconoce, se encuentra, se perdona. Se cura, se cura. Recobra fuerzas para cuando baje otra vez al suelo y tenga que enfrentarse a lo que sea. Los niños son más fuertes que los adultos. Un niño nunca se permitiría un día así, como hoy. Un día de oscuridad. Cuando llega un día así ningún pensamiento le alivia el ardor en el pecho. Nada. No lo alivia el fuego en la estufa de piedra, ni el verdor que la rodea, ni el vino que bebió para aturdirse, ni los cariñitos del niño que varvoletea y viene a buscarla cada tanto buscando su aprobación. Y es que, parece decirle la niña, aquel ciruelo ya no existe. Ni siquiera el patio existe. ¿Será que no existe ningún lugar a donde ir para rehacerse cuando llegue otra vez un día así? Solo está la angustia que la sigue. Fantasea un instante con la idea de desaparecer, de ser una con la nada, de no ser nada. Piensa en esa idea, la repite hasta que haga efecto: no soy nada, nada, nada. No puede sentir, por tanto, nada.
Nada. No sentir nada.

Sabe que es un engaño de la mente, algo transitorio, un pensamiento sin consecuencias, pero esa imagen promete alivio.
Se obliga a simular que todo está normal, trata. No quiere que comiencen las preguntas. No sabría qué decir. ¿Qué les dirá? Que hoy es uno de esos días negros que llegan cada tanto, más negro que otros que pasaron, no sabe porqué. Allí cada quién se entretiene con algo. El niño junta flores y caracoles, el padre va y viene por el jardín cortando ramas, los perros husmean buscando algo que comer. Por suerte trajo estos lentes de sol enormes que le cubren la cara y le disimulan los ojos hinchados. Cierra los ojos y se queda bocarriba en la reposera. El libro de tapas azules que puso en el bolso descansa ahora abierto boca abajo, sobre su falda. Siente las conversaciones interminables de los pájaros que vuelan de un sitio a otro. Mudan sus nidos todo el tiempo. Buscan comida y seguridad. Siente a los árboles sacudirse con la brisa de la tarde, más lejos siente el mar, las olas rompiendo en la costa cercana. Anoche soñó con la playa otra vez. En el silencio de la noche el sonido del mar es más potente. Se metió en su sueño con fuerza. Sintió como hace tiempo la violencia del viento en la cara, los golpes del mar en el cuerpo. Subida en una tabla de fibra como veinte años atrás se metía dentro del tubo de agua vidriado. Pero, al contrario de lo que se intenta habitualmente en estos casos, que es salir a la superficie cuando la ola se deshace; ella buscaba el fondo, el revolcón intencional. Esperaba que la masa de agua furiosa la arrojase contra el pedrerío allá abajo, que la golpease casi hasta que no le quedara aire en los pulmones, hasta lastimarle la piel y los huesos, hasta que el dolor fuese insoportable. Hasta que no pudiese pensar en otra cosa que en su cuerpo dolorido.




Foto: Nancy Urrutia


Mónica Cardoso Díaz
Uruguay (1969). Es abogada. Fue docente en la Facultad de Derecho Udelar. Trabajó en organizaciones feministas y en la intendencia de Montevideo en programas de atención directa y prevención en temas relativos a la agenda de género. Ha trabajado en la edición de documentos y manuales de atención y capacitación con perspectiva de género y publicado artículos sobre temas relacionados a la condición de la mujer en las Revistas Lex de Uruguay y Derecho de Familia de Argentina. Fue asesora del Viceministro de Educación y Cultura. Desde 2010 es Secretaria General de la Biblioteca Nacional de Uruguay y desde 2013 Secretaria Ejecutiva del Consejo de Derechos de Autor de Uruguay. Participó en el Libro 22 Mujeres +,de Irrupciones Grupo Editor en 2012 (escritura de mujeres) y escribió Las uruguayas en el bicentenario de la colección Nuestro tiempo, Comisión del Bicentenario, Ministerio de Educación y Cultura, Montevideo, 2012.