María Dulce Kugler

Cuentos

Alas

Como cada vez que caminábamos, el vecino de abajo salía a la escalera a gritarnos, aprendimos a volar. Descubrimos con felicidad de niños que nos habían crecido alas, así que nos desplazábamos de una pieza a la otra sin tocar el suelo, sin que resonaran los zapatos, sin que crujieran los tablones de madera. Crujían sí, inevitablemente, las puertas al abrirse o cerrarse y correr las sillas para sentarse causaba sin duda algún sonido que repercutía abajo. Pero como el vuelo había eliminado la fuente mayor de producción de ruido, creímos de buena fe que había concluido el tiempo de la represión y las quejas.
Una mañana, sin embargo, cuando nos sentábamos a desayunar, surgió, como de lo más profundo del infierno, la voz del vecino conminándonos a callar. Temblaron nuestros cuerpos alados ante la intempestiva intervención que, como siempre, nos amenazaba desde abajo sin atreverse a subir. No entendimos, sólo permanecimos inmóviles el tiempo que duró el miedo y luego seguimos desayunando. Cuando nos levantamos a lavar los platos, resonó otra vez el del infierno. ¿Las sillas ? Al día siguiente logramos que levitaran todos los muebles, de modo que no se produjera el más mínimo roce entre las patas y el piso. Eramos un fenómeno en realidad, ya que vivíamos desafiando la ley de la gravedad. Comíamos, dormíamos, nos duchábamos y hasta mirábamos televisión flotando y, como les habíamos aceitado las bisagras, ni siquiera las puertas sonaban. Casi aire éramos, de tan livianos. A veces, para no incomodar, hasta salíamos por las ventanas en vez de por la puerta de calle. Estábamos satisfechos de nuestra capacidad de adaptación y de la solución que habíamos hallado para el problema de convivencia. Creíamos de buena fe que el vecino también estaba satisfecho.
¡Inocentes ! Una tarde, cuando volvíamos, nos esperaba en la puerta cuchillo en mano amenazándonos con cortarnos las alas pues el susurro que hacían al volar le impedía dormir y hasta pensar.
Ahí mismo nos fuimos, levantamos vuelo, arriba, por encima de los techos y los árboles y ya nunca más bajamos. Vivimos como ángeles. Si supiera, el vecino se moriría de envidia.

 

 

La laguna

En un lejano país, de llanuras fértiles y clima templado, vivía un pueblo bueno acostumbrado a cosechar los frutos de la tierra sin mayor esfuerzo. Todo se daba en aquellos parajes con facilidad y abundancia pero una de las mayores riquezas, la más apreciada, era una inmensa laguna cuya agua dulce tenía propiedades benéficas.
Quiso el destino, sin embargo, que un día llegara a gobernar ese país un tirano egoísta al que la gente, confiada, le otorgó todos los poderes. Aquel hombre se rodeó de los sujetos más mediocres y corruptos del lugar y la corte así constituida decidió que sería un buen negocio vender la laguna de aguas benéficas a unos extranjeros que habían prometido pagar bien por ella. Alguna gente se preocupó. ¿De dónde extraerían el agua entonces? El gobernante habló de evaporación y lluvias, de otras lagunas y riachos, y de un arroyito por el que seguiría fluyendo el agua benéfica. Con su discurso acalló las sospechas y preocupaciones, que no eran tantas.
Al día siguiente de la venta, los habitantes se encontraron con que la laguna había sido circundada por un alto muro que impedía todo acceso o visión de la misma. Apenados por la destrucción del paisaje, se consolaron diciéndose que con el dinero que los extranjeros pagarían, podrían hacer muchas otras cosas. Cuando por fin llegó la suma prometida, que era grandiosa, el tirano volvió a dar un discurso, inauguró las obras de una piscina (que nunca concluyó) con una gran fiesta y dejó a todos contentos. Al final de los festejos, repartió una parte del dinero entre su corte y el resto lo guardó en una caja de caudales a la que sólo él tenía acceso. Él y su flamante esposa, una mujer coqueta y ambiciosa que formaba desde siempre parte de la corte.
Mientras tanto, la gente había tenido que ir aprendiendo a vivir sin su querida laguna. Como eran tierras fecundas y había mucha comida y otras aguas, al principio no se vieron mayormente afectados. Pero en otoño llegó, como cada año, una epidemia que solían curar con el agua benéfica. Algunas personas acudieron al arroyito con garrafas, bidones y todo tipo de recipientes para llevar el líquido sanador a los enfermos. Cuál no fue el espanto al comprobar que la gente moría de todos modos pues las aguas parecían haber perdido sus virtudes. Los parientes de los muertos reclamaron al gobierno y uno que otro los apoyó. Pero pasado algún tiempo, el asunto quedó relegado entre los temas olvidables.
Con el correr de los años, sin sus aguas que solían hacer brotar de la tierra, hortalizas, frutos y cereales sabrosos, o curaban a los que padecían, el país se empobreció. Muy lejos, frascos de vidrio recogerían el chorrito que saldría estrecho pero constante para dar de beber a precios desmesurados a gente que nunca había siquiera oído hablar del país de las llanuras, enriqueciendo fabulosamente a unos pocos. Ni el tirano ni su señora esposa se preocuparon jamás de la salud del pueblo despojado ya que ellos y su corte podían disponer sin límite de una parte de las riquezas y del agua.
Pero ni todo el poder ni el oro le alcanzaron al tirano para defenderse el día que vino la muerte a buscarlo. Su mujer se mesó los cabellos, se desgarró las vestiduras en público y la gente, conmovida por su pena, la dejó seguir gobernando. Ella se extendió en agradecimientos y prometió lo imposible. De la noche a la mañana quiso recuperar el agua. Para su pueblo, dijo. Mandó a hombres de su corte a sitiar la laguna amurallada y en el extranjero, los que embotellaban el líquido se ofuscaron. Al menos, eso dieron a entender en la prensa.
En el país de las llanuras fértiles se organizó una gran fiesta para celebrar el regreso de las aguas sanadoras a la tierra. La tirana dio un discurso en el que nada dijo de tirar abajo las murallas y poco después se retiró con sus íntimos a nadar en su alberca privada donde fluía a mares la misma agua benéfica de la laguna.
Hasta la mañana temprano duraron los festejos. Quizá achispado por el vino que corría de mesa en mesa, quizá porque lo traía pensado de antes, a uno se le ocurrió de pronto, en medio de la fiesta, que había que derribar el muro. Se fueron unos cuantos, mientras la corte se zambullía con deleite en la piscina tibia, con picos y mazas a destruirlo. Querían volver a ver la querida laguna que tan generosamente la tirana había recobrado para ellos. Golpearon con todo lo que encontraron a mano hasta abrir un boquete. El que había tenido la idea fue el primero en entrar al recinto amurallado. Enseguida, los otros.
Donde había estado la laguna vieron un cráter gigantesco, un lecho seco, un gran hoyo vacío en cuyo fondo quedaba un poco de barro. En uno de los lados se veía la ancha tubería por la que sin duda alguna habían chupado el agua.
Aún les llevó un instante evaluar la medida de la estafa. Armados con los picos y los palos se dirigieron a los aposentos de la dama.

 

 

09kuglerMaría Dulce Kugler
Nació en Buenos Aires, Argentina, el 11 de junio de 1963.

Es profesora y licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires.

Entre 1987 y 1989 publicó artículos para niños en la revista Anteojito de la Editorial García Ferré.

En 1990 se traslada a Bruselas, Bélgica, donde vive desde entonces.

Entre 1997 y 1999 colaboró en el Boletín de la Casa de América Latina.

En 2000 la editorial Simurg de Buenos Aires publica su novela A la sombra.

En 2004 la misma editorial publica La mujer fuente (cuadros eróticos).

En 2007 la revista Marginales de Jacques De Decker -escritor e intelectual belga, miembro de la Academia Real de Lengua y Literatura Francesas de Bélgica- publica una traducción parcial al francés de La mujer fuente.

Desde diciembre de 2009 escribe regularmente en sus blogs, Calle de los Palacios y Las películas invisibles.

Desde 2011 es colaboradora habitual de la Revue Marginales de Bélgica.