Rossetti

David Guichard

A la segunda o tercera vez que nos vimos se acercó a preguntarme mi nombre y de dónde era clavando en mis ojos el brillo desaforado de los suyos. Yo trabajaba en una bar que aun existe y que hace esquina en la calle Defensa con Estados Unidos, en San Telmo, Buenos Aires, ubicado seis pisos bajo su bello departamento. La ochava y la altura le daban a sus ventanales una vista bellísima de las cúpulas y los techos del barrio, donde se podía respirar y permitirse estar ahí pero aparte de motores y bullicios.
Durante nuestro primer intercambio de palabras los dos fuimos lo suficientemente directos como para que todo quedase muy claro y no perdiésemos tiempo intentando lo imposible. Luego le pregunté a la dueña del bar si lo conocía y me dijo que era un hombre que había vivido muchos años en Europa y que no hacía mucho se había mudado sobre el bar.
Estábamos a finales del ’99. Yo estaba a punto de ser padre por primera vez y debutando como camarero y, mientras trabajaba, en un rincón de la barra desde donde podía ver todas las mesas, en trozos rectangulares del mismo papel con el que envolvíamos pizzas y empanadas que los clientes pedían para llevar, escribía poemas y pequeños relatos que me ayudaban a no volverme loco y que luego fueron el material que usé para Le Garçón mi primer poemario. En esa época, Raúl escribía para Proa, Amsterdam Sur  (revista que había fundado junto a unos amigos en lo años que vivió en Holanda) y Criterio, y  no estaba seguro de volver a escribir un libro. Al poco tiempo estaba embarcado en  Los Mandatos Ocultos.
Una noche en la que en el bar no había nadie se sentó cerca de donde yo tenía que estar siempre listo para el pedido ajeno y me preguntó qué escribía en esos papeles, y cuando se lo dije, me dijo que  él también era escritor y que le interesaría leer algo mío. Me dio un poco de vergüenza y me preocupó que mi humilde y desordenada obra fuera leída por un escritor  de verdad. De todos modos, al día siguiente le llevé unos cuantos poemas y se los di. Era sábado por la noche, el bar estaba lleno de borrachos y ruidosos parroquianos y Raúl me preguntó si quería que me bajase un “porro”. En ese mismo momento en el que le dije que sí y él subió y me trajo armado un “paraguayo” sin semilla que me fumé dando una vuelta a la manzana y que me ayudó a sortear los obstáculos de la noche con mucha dignidad, creo que nos hicimos amigos.
Dejé de verlo por unos días y una tarde entró al bar y al verme,  en voz alta y con los brazos abiertos por entre las mesas ocupadas por los de siempre, se acercó diciéndome que al fin se encontraba con un alma verdadera y me abrazó y me dijo que estaba encantado de conocerme y que mis poemas le habían gustado mucho, que tenían muchos errores pero que si yo quería él me ayudaría a corregirlos. Me entregó el manuscrito que yo le había dado: estaba todo corregido y lleno de anotaciones y advertencias. Al verlo me dio risa y le pregunté cómo podía ser que le gustara algo que tuviera tantos errores, y él me contestó que los errores no importaban, que lo que verdaderamente importaba de la poesía lo tenían mis poemas. Al otro día él me trajo Samsara con una dedicatoria que aludía a nuestro encuentro fortuito y poético y que todavía guardo en la biblioteca de mi madre. Lo leí en menos de una semana y lo recuerdo como uno de los libros que más me ha hecho soñar, tal vez porque era el primer libro que leía de un escritor al que conocía; pero, con el tiempo, releyendo algunos de sus momentos, me di cuenta de que no era eso: hoy en día el solo recordar ese libro que cuenta un viaje sin rumbo ni destino que lo había  llevado a India en los años 70 y que no fue más que una pequeña y significativa parte de la incansable vida de viajero que sin duda tuvo Raúl, puedo recrear  aquella primera sensación.
Después de Samsara le pedí que me prestara algo más de su autoría y me dio, también dedicado, Túnez y otras orillas, que cuenta el año y quince días que había estado preso en Túnez por la insignificancia de que lo detuvieran con dos “porros” en el bolsillo de su camisa y, nuevamente, volví a entrar en la historia con cada palabra que iba leyendo y, en este caso, a sentir algo de aquella tristeza. 
Por las tardes antes de entrar a trabajar en el bar, iba a su casa a corregir con él los poemas de lo que sería Le Garçón. Nuestra relación se convirtió en puramente literaria.
Después de la tediosa corrección de mi libro lo seguí visitando al menos una vez por semana y él solía pasar por el bar al menos unos minutos todos los días.
En su casa tomábamos té  y hablábamos de literatura o, solo si yo le preguntaba, porque como todo hombre sabio hablaba poco de sí, de cosas referentes a sus viajes. Había pisado todos los continentes y jamás sus pasos fueron los del turista que se pone frente al mundo con un ojo cerrado y el otro intentando hacer foco detrás de una cámara fotográfica. Raúl entraba, se “plantaba” en el lugar, llegaba hasta el fondo y después seguía. Su espíritu de buscador de tesoros lo llevaba hasta las profundidades y le había dado esa calma propia del que sabe que si busca encuentra. Guardaba en su silencio un manojo de llaves robadas en el cielo y el infierno. Yo aun no había viajado y escuchar a Raúl era como hacerlo, me transportaba. Su voz era encantadora y sus palabras precisas.        
Me presentó a Oscar Wilde, a Stevenson y a Porchia. Me prestó libros que quería muchísimo y que no prestaba nunca, como un viejo volumen intitulado Sobre el cielo y sus maravillas y sobre el infierno de Emanuel Swedenborg. Más de una vez le pedí que me hablase de su amistad con Paul Bowles y con Miguel Abuelo y de su encuentro con Borges y la verdad es que lo recuerdo como quien despertó en mí el amor y la necesidad que hasta hoy siento por la literatura.

 

En 2001, propuso un poema mío para que lo publicasen en Amsterdam Sur y fue esa la primera vez que vi algo mío publicado. En 2002 me volvió a corregir y a ayudar a terminar El  Sacacalmas, mi segundo poemario.
Hasta que no conocí a Raúl no me había tomado la literatura como algo serio; hoy creo que no sabía que escribía y la idea de hacer libros con mis manuscritos me nació a su lado.
En el 2004, mi vida cambió radicalmente y mis posibilidades me permitieron viajar a Europa. Raúl me dio direcciones y teléfonos de gente a la que podía visitar de su parte en Madrid, Barcelona, Amsterdam y París, y el día que me fui de Buenos Aires por primera vez, Raúl me llevó al aeropuerto de Eseiza en un coche que acababa de comprarse y esperó hasta que embarcara y su rostro fue el último rostro querido que vi al otro lado del mundo. La noche anterior a mi partida a mi madre le dio una suerte de patatús provocado un poco por la emoción que le causaba mi partida y otro poco por su corazón cansado, y recuerdo que él, viéndome bastante preocupado, me dijo que me calmara y con los ojos bien abiertos, su sonrisa misteriosa, y golpeándome suavemente con su índice sobre el pecho me dijo que me quedara tranquilo, que  los dos sabíamos que los viejos eran los últimos en morir.
Volví a Buenos Aires en 2006 para pasar tres meses antes de ir a India. Fui a verlo una tarde y lo encontré atareado con su salud  y sus amores y los hospitales y los artículos que estaba escribiendo para diferentes revistas y  una serie de entrevistas que pretendían hacerle no recuerdo para qué canal de la televisión privada. Me aconsejó no perderme Varanasi y recuerdo que una noche desde esa misma ciudad lo llamé por teléfono y le dejé un mensaje grabado en el contestador automático.
A finales de 2009 lo volví a visitar en su casa y ese día también lo entrevistaron y lo encontré agotado, apenas si podía hablar y seguir el hilo de la conversación. Era de noche y habían comenzado la entrevista por la mañana.  Me contó que  habían incluido en  Pasaje a Oriente, una antología de escritores viajeros argentinos, una de las páginas más desgarradoras y poéticas de Samsara. “Me pusieron junto a Sarmiento,  fijate vos”, me dijo y nos reímos y bebimos té y  conversamos un rato sobre libros y hospitales. Al irme, como siempre que uno se va por un tiempo, y eso era algo de lo  que Raúl sabía mucho, me fui sin saber que posiblemente ya no volvería a verlo.
Me enteró de su muerte un email de mi hermano y en lo primero que pensé junto al avance de una tristeza que no supo traducirse en lágrimas y que me habitó durante varios días, es que el único problema de la muerte, tal vez sea el miedo que nosotros podemos llegar a tenerle, y ese miedo es el mismo que se le tiene a lo que no se conoce. Raúl  no le temía a la muerte porque para él no era algo desconocido,  y sobre ella a lo largo de su vida había aprendido mucho.      
 
                                                                                                   Menorca, noviembre de 2012.