La oscurana

Juan Carlos Ferreira Rodríguez

Hace muchos años que me jubilé. Al contrario de otros de mi generación, no quise volverme un pobre tipo que reparte su tiempo en repasos al álbum de fotografías y lecturas nostálgicas. Por el contrario, soy un hombre actualizado. Si la tecnología pensaba pasarme por encima, no se lo he permitido y voy a su mismo ritmo.

Vivo en un apartamento de un solo ambiente. El estar–comedor–dormitorio es el lugar de mis notebooks, tablets, el home teather y los LED HD; para comer me llevo una bandeja al sillón, no preciso más. Vivo solo ya que hace años me divorcié; mi ex se volvió a casar (graciasadiospobrenena decía mi suegra) y yo me distraigo con una mujer muy atractiva.

Con el tiempo me desprendí de muchas cosas; vendí –a buen precio– los discos de vinilo y los casetes y videos. Obviamente antes digitalicé lo más importante; con los libros pasó lo mismo. En cuatro cajas arreglé lo que ya no utilizaría más y se las di al portero, un pibe que me hace algunos mandados. No extrañé las cañas de pescar ni mi primer tocadiscos ni el juego de Meccano casi completo.

Conservé dos fotos: mis viejos en su luna de miel y el Abuelo junto a su perro, el Corbata. En el portarretrato digital tengo a Lalo, mi hijo, que vive desde hace más de veinte años cerca de Salto, en la vieja chacra familiar. Nunca entendí por qué, después de recibirse de agrónomo eligió quedarse allí; quizás lo tentó la aventura de los arándanos y, realmente, le está yendo muy bien. Alterno su imagen con la de su mujer y los dos nenes.

Hoy, precisamente, vienen a Montevideo, por las vacaciones de Turismo. Se quedarán en casa de mi ex, lo cual me parece lógico ya que el apartamento es chico. Ya programamos un domingo en casa de Tía Mabel, que siempre tuvo debilidad por Lalitomisobrinoadorado. El adorado me pidió que apenas llegara lo llevara a ver la casa de calle Chucarro, la sede del rojo y la Asociación Cristiana, aparte de visitar a un par de amigos del liceo.

Puede parecer inmodesto de mi parte, pero a través de las conversaciones que hemos mantenido me doy cuenta que no son ellos los que están delante de mí en el mundo de hoy sino que es al revés. La globalización será buena o mala pero he llegado a los sitios web más insólitos y chateo con gente fascinante. No hay tema actual que yo no maneje y en algunos me he convertido en un especialista; en la notebook Uno está la información sobre ciencia y tecnología, en la Dos, artes e historia y en la Tres mis contactos con el mundo. El gerente de una importadora, antiguo cliente del banco, me permite renovar todos los años mis equipos con un desembolso mínimo.

A través de la web cam he visto crecer a mis nietos, a Lalo ponerse más gordito y a mi mujer seguir bien rubia. Con los nietos chateamos sobre cine, música y la NBA, incluso compartiendo algunos ídolos (Stones, Madonna, los Bulls de Chicago). Me preguntan mucho de geografía y El Abu se sabe todo es una de sus frases más frecuentes.

Algo similar me pasó con mi Abuelo. Cuando enviudó quedó solo en la chacra, pero iba a visitarnos y pasaba algunos fines de semana con nosotros. Lo recuerdo picando tabaco y contando como él y la Abuela sembraban y rezaban con el último rayo de sol. Había sido tropero de gurí y me explicó por qué no hay que tener miedo a la oscuridad. Sólo hay que tener miedo a una cosa me dijo una vez; le pregunté qué era pero no quiso seguir hablando. Me enseñaba a preparar el fuego para el asado y a jugar al truco ciego y con muestra. Cuando hacíamos pareja contra Papá y el Tío éramos invencibles. Una vez le pedí una pandorga con los colores de la bandera uruguaya y quedó preciosa porque le puso el sol. Yo tendría ocho o nueve años cuando falleció, una mañana en que nos reunimos todos alrededor de su cama. Él me buscaba con la mirada, yo me di cuenta, lo abracé y le di un beso y sonrió, parecía feliz; su respiración se hizo cada vez más agitada, después murmuró Amelia, suspiró y quedó muy quieto, como mirando sobre mi cabeza. Mamá le cerró los ojos.

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He quedado encantado con mis nietos; después de todas las visitas y salidas (Lalo lagrimeaba cuando se compró la camiseta de Trouville) llegó el domingo. Mientras vivió con nosotros Lalito pedía, rigurosamente, el asado de los domingos, hecho por mí por supuesto. Rigurosamente significaba que fuera asado de tira –gordo–, vacío –tierno–, tripa gorda rellena –casera–, ubre –previamente hervida–, chorizos –de la carnicería de la esquina– y morcillas –saladas–. Cuando conseguía cuajo, yo preparaba un relleno distinto, más fuerte; para nuestra felicidad, a mi mujer le daba asco y lo devorábamos entre los dos. El truco de sobremesa era sagrado y con el tahúr de mi cuñado siempre le ganábamos a Lalito y mi suegro, que era bastante buenas noches.

El sábado había comprado las cosas y el domingo fui temprano a casa de la Tía, preparé la parrilla y estuve dos horas y media frente al fuego. Más allá del clásico un aplauso para el asador me di cuenta que jugoso en realidad se había transformado en crudo y a punto en pasado. El relleno de la tripa gorda me quedó una salmuera y el cuajo se desparramó y lo terminó disfrutando el perro; las morcillas, sencillamente se reventaron. En el truco de sobremesa jugamos Lalo y un amigo contra yo y mi cuñado quien, con los años, había perfeccionado sus virtudes timberas. Sin embargo perdimos, yo me equivocaba en las señas. Tuve que aguantar que el tahúr me dijera Cuando más viejo más bobo. Me molestó este experto en grappa que seguía viviendo en la época de Maracaná; tuve ganas de preguntarle si sabía lo que era Wikipedia, Google Earth o MySpace. Por suerte mis nietos me rescataron pidiéndome que les hiciera una pandorga como la que tenía su padre cuando chico. La Tía consiguió caña y papel y me puse a trabajar; por más intentos que hice se desarmó una y otra vez. Lalo me sacó del apuro con una invitación a helados en el shopping y ahí se terminó el domingo.

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Deben estar ya sobre el Atlántico pues pasarán unos días en España. Anochece y sólo me alumbran las pantallas. Con Johnny, de Cincinatti, terminamos de criticar a Obama. Stephanie, desde París, me acompaña ahora en un recorrido por el Musée d´Orsay. De repente veo El Ángelus de Millet; me acuerdo del Abuelo; no le temo a la oscuridad pero siento miedo, como él.

 

08 Ferreira
Juan Carlos Ferreira Rodríguez
Nació en Salto, Uruguay en 1951. Cursó Primaria en la Escuela Nº 2 “Etelvina Migliaro” y Secundaria en el Liceo de la Zona Este.
Se recibió de Arquitecto en la Universidad de la República.
Docente de Facultad de Arquitectura en Teoría de la Arquitectura y Urbanismo I y Medios y Técnicas de Expresión I, II, III y IV.
Fue docente de Cultura Artística en Instituto de Formación Docente y Geometría Descriptiva en UTU.
Hizo crítica de cine en el diario “El Pueblo”.
Asiste desde 2009 al Taller Literario “Horacio Quiroga” (Intendencia de Salto) orientado por el Ac. Prof. Leonardo Garet.